Max y las bellas personas jurídicas
En una cartelera repleta de títulos repuestos cien veces, monólogos, microteatro y comedias de menos de cuatro intérpretes, supone una grata sorpresa el estreno en el Teatro Fernán Gómez de La ópera del malandro (1978), representada con nueve actores y cuatro músicos por la compañía madrileña Teatro defondo, hasta el 29 de junio. Chico Buarque, su libretista, compositor y letrista, la ambientó durante el Estado Novo del dictador Getúlio Vargas (1937-1945), para, driblando así la censura del régimen militar brasileño de los años setenta, contarnos que mientras los delincuentes de cuello blanco cardan la lana, el malandro (sinónimo del sambista, el músico bohemio, pero también del delincuente de medio pelo) se lleva la fama. Por eso Terezinha, hija de un cafetoe (proxeneta), le aconseja al contrabandista carioca Max Overseas, protagonista del espectáculo: “Nadie te pide que cambies de actividad. Pon un ‘SA’ detrás de tu nombre y listo. Serás una persona jurídica. Y las personas jurídicas no van a la cárcel”.
La opera del malandro es una refundición de La ópera del mendigo (1728), sátira de John Gay con música popular arreglada por Johann Christoph Pepusch, y de La ópera de cuatro cuartos, versión de aquella que en 1928 hicieran Bertolt Brecht, Elisabeth Hauptmann y Kurt Weill. Buarque reconoce su deuda con ambas a través de Joao Alegre, su alter ego escénico, personaje que en el prólogo del espectáculo se presenta a sí mismo como su autor, para anunciar acto seguido que renuncia a los derechos correspondientes. Las tres obras, gemelas en cuanto a estructura dramática, se caracterizan por la ironía con que sus autores respectivos radiografían la corrupción institucional y la desigualdad ante la ley. En la suya, revolucionaria para una época en la que las óperas hablaban de temas mitológicos, Gay retrató a Jonathan Wild (jefe doble de la policía y del hampa londinenses) y se arriesgó a establecer un paralelismo entre el mundo del crimen y el Gobierno de Robert Walpole, primer ministro británico desde 1721, tras el estallido de una burbuja bursátil colosal. El blanco de la comedia de Brecht es el darwinismo social. La de Buarque, músico, poeta, dramaturgo y novelista, autor de temas como Construçao y Cálice (donde, para hacer pasar una canción protesta como himno sacro, jugó con el sonido cuasi idéntico que en portugués tienen las palabras cáliz y cállese), describe la economía de mercado globalizada como un tinglado donde unos rompen los platos alegremente y otros los pagan.
Las mutaciones que la obra original ha ido sufriendo hasta llegar a la versión de Buarque (pasando por otras de Václav Havel y Wole Soyinka) son, al cabo, un ejemplo de autoría colectiva equiparable al que nos ofrecen la música y la literatura de tradición oral. El autor de Oh, qué será ha reescrito por completo el texto de Brecht y ha compuesto los cantables desde cero: mantiene solo la música de las Coplas de Mackie Navaja, pero les pone una letra más corrosiva. El resto de las canciones ocupan un sitio similar en la trama y desempeñan una función dramática equivalente, pero en nada se parecen a las de Brecht y Weill.
Der Kanonen Song (La canción de los cañones), en la que Mackie, rey del hampa, y el Tigre Brown, jefe de la policía londinense, amiguitos del alma, evocan sus hazañas juveniles en el ejército, en boca de Max Overseas y de Chávez, jefe de la policía carioca, se convierte en un canto a la adolescencia compartida robando nidos, recogiendo miñoca (gusanos) y espiando mujeres desnudas por el ojo de la cerradura, escrito con un lirismo equivalente al de Decir amigo, de Serrat. Y la balada con la que Polly Peachum informa a sus padres de su matrimonio secreto con Mackie, sufre una transmutación bossa nova maravillosa en manos de Buarque y en la interpretación de Muriel Sánchez, que había encarnado a Polly tres años atrás junto a Luis Tosar en la producción gallega A ópera dos tres reás.
Vanessa Martínez, directora de Teatro defondo (compañía especializada desde 2002 en el género dramático musical), ha elaborado una traducción afortunada y sin eufemismos, y ha optado, con buen criterio, por mantener los cantables en portugués y por proyectar su traducción en pantalla, en esta producción echa con medios modestos, eficaz, expresiva y musicalmente bien servida por un cuarteto comandado por el guitarrista y cantante Pedro Moreno. Antonio Villa compone un Max con muy buena planta y bien gobernado; Pablo Huetos, un Barrabás inquietante, y el resto del elenco (en el que figuran intérpretes que trabajaron con La Cubana y con la Compañía Nacional de Teatro Clásico) se multiplica con soltura, aunque tal recurso nos lleve a confusión sobre la identidad de algún personaje ocasionalmente. Entre las voces, destacan las de Sánchez y Lola Dorado; Juan Bey hace una versión poderosa y plena de Geni e o Zepelim, cénit del espectáculo (Buarque transformó a la Jenny brechtiana es un transexual), y la dirección administra los recursos artísticos in crescendo.
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