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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De momento, todo bien

Pretender que se puede gobernar sin representar e imponer sin convencer es forzar la democracia, que al final se va a romper

La fantástica película de Mathieu Kassovitz La Haine, rodada en 1995 para describir la anomia de la sociedad francesa, empieza con una intrigante escena: un hombre cayendo de un edificio, a cámara lenta, que mientras cae se va repitiendo a sí mismo, “jusqu’ici, tout va bien” [de momento, todo bien]. La escena puede ser interpretada de muchas formas, pero sin duda una de ellas implica ver en esta irremediable caída el reflejo de una sociedad condenada a pegarse fatalmente con el bordillo, pero que en su caída decide negarse a la evidencia y repetirse hasta la patética saciedad que no pasa nada, que todo bien.

En el acelerado escenario social y político español desde las elecciones europeas, esa imagen cobra una inquietante actualidad. Las grietas abiertas en la aparentemente inquebrantable estabilidad del sistema político son negadas, tapadas, cubiertas y encubiertas por un discurso que repite al unísono: de momento, todo bien. Nada que ver. Nada que decir. Sigue todo igual. Circulen.

Pero las grietas son testarudas. Como muestra, dos botones.

El pasado lunes, para sorpresa de muchos, Juan Carlos I anunciaba su intención de abdicar en su hijo Felipe. Inmediatamente, las redes sociales empezaron a arder con convocatorias de movilización para reclamar el derecho a elegir democráticamente al Jefe de Estado, y muchas plazas se llenaron de banderas republicanas. Mientras tanto, en otros lares, la maquinaria de legitimación del cambio de monarca, cuidadosamente guardada desde la Transición en los sótanos de parlamentos y periódicos, se ponía en marcha.

Pero 2014 no es 1978. Ni siquiera 2005. El apoyo popular a la monarquía está en caída libre desde finales de los 90. El CIS de abril constata lo que parece ya irremediable: sólo los mayores de 65 años aprueban en España a la monarquía, y a duras penas (5,03). Y apelar al progreso económico en un contexto de profundísima y dolorosa crisis quizás no sea la mejor forma de generar simpatía. No obstante, estos días parecen demostrar que la maquinaria de la transición ha aguantado bien el paso del tiempo, y mantiene su capacidad para imponer en todos los debates la regla de oro: de cada tres palabras, una debe ser estabilidad; en cada frase, una responsabilidad; en cada columna, una genuflexión. Y así, negando la crisis, el CIS y las plazas, el 18 de junio entraremos en el Felipismo. De momento, todo bien.

Otro botón. El 26 de mayo, con excavadora y alevosía, el Ayuntamiento de Barcelona decidía ejecutar la orden de desahucio de Can Vies, un centro social okupado que durante 17 años había acogido actividades, publicaciones y organizaciones del barrio de Sants, proporcionando un espacio de socialización y organización. La desconexión de las autoridades con el barrio se evidenció cuando centenares de personas decidieron salir a la calle en defensa de un espacio que consideran propio, y contra una decisión que se antojaba caprichosa, perjudicial y contraproducente.

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A algunos les sorprendió que en un contexto de recortes y paro, la gente defendiera un espacio útil, gratuito y arraigado. Gastar dinero público para derruir un espacio social vivo y sustituirlo por un solar, cuando el mismo ayuntamiento ha tenido que idear un plan de cesión de solares en desuso a entidades sociales debido a la incapacidad pública y privada para invertir en su regeneración, emergió como una contradicción evidente para aquellos que sí necesitan de los espacios sociales y sí sufren las consecuencias urbanas de un crisis que ha dejado edificios fantasma, persianas bajadas y desahuciados por doquier. 2014, decíamos, no es 1978, ni 2005. Hoy la okupación es una estrategia de supervivencia de muchos olvidados por la justicia y la legislación hipotecaria. Y mientras las calles gritaban “Can Vies no se toca”, en las tertulias se imponía el libro de estilo del pleistoceno: “¡Fumaban porros!”, “¡Hacían fiestas!”, “¡No pagaban la luz!”. De momento, todo bien.

A estos botones podríamos añadirles la imprevista irrupción de Podemos en el panorama electoral. Varios de los artículos sobre esta formación en la prensa internacional han atribuido parte de su éxito al hecho de haberse atrevido a decir las cosas por su nombre. A haber renunciado a la genuflexión y al libro de estilo del pleistoceno. Como antes hicieron Ada Colau, al llamar “criminal” en el Congreso a un representante de la banca, o David Fernández al despedirse de Rodrigo Rato en el Parlament con un “Hasta luego, gánster”. En todos estos casos, mientras algunos se rasgaban las vestiduras, otros respiraban aliviados, reconociéndose por fin en la indignación de los que decían representarles.

Todo esto es relevante porque el bordillo está cada día más cerca, y si escuchamos al CIS, a las calles y a las urnas, la distancia entre representantes y representados es ya un abismo que no va a cerrarse con los mecanismos con los que se ha cerrado todo en los últimos 38 años. La alfombra de la transición ya no da para más, y pretender que todo va bien o que se puede gobernar sin representar, imponer sin convencer y escuchar sin oír es forzar hasta tal extremo los límites de la democracia representativa, que al final se va a romper. Así que no, todo bien, no.

Gemma Galdon Clavell es doctora en Políticas Públicas.

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