Ensimismadas patrias
Tanto la sociedad política y sus partidos como la sociedad civil y sus asambleas dan por hecha Europa cuando no es así
A tenor de lo que estos días proclaman casi todos los políticos y sus portavoces mediáticos, cualquiera diría que Europa es un insumergible transatlántico que navega boyante, viento en popa y proa aguerrida, por el océano del mundo globalizado. Y que su avance es tan seguro que cabe darlo por descontado, así la salida del sol o la primaveral floración. A tal punto que mandatarios y candidatos —secundados por sus tertulianos, opinadores y periodistas de plantilla— suelen ignorar las severas dolencias que de unos años a esta parte aquejan a la Unión Europea, y devanar hasta la obsesión la madeja que más parece importarles: esa que atisba los imponentes desafíos políticos, económicos, culturales, demográficos o medioambientales en curso a través de la escuálida mirilla nacionalista, étnica e identitaria.
Léanse los lemas de los partidos que concurren a las próximas elecciones, obsérvese su imaginería y las proclamas de sus candidatos, y se advertirá el tamaño del disparate: deberían ocuparse de Europa y de su indispensable construcción, sí; de la prioridad de darle un decisivo impulso hacia la unión política y jurídica, económica y fiscal; pero en cambio se muestran proclives a mentarla a modo de excusa, de sofísticada coartada para abonar su ensimismamiento patriótico, es decir, para combatir el nacionalismo ajeno y enaltecer el propio.
A ambas orillas del Ebro, tanto la sociedad política y su sistema de partidos como la sociedad civil y sus asambleas y movimientos coinciden en dar a Europa por supuesta, lo que equivale a no tomarla en cuenta de veras y a invocarla con irresponsable frivolidad, empeñadas en lograr los fines miopes que juzgan propios.
A semejanza de sus pares europeos, el Estado-nación español rehúsa desembarazarse de sus alicortos intereses e imaginario —Generalitat incluida, ni que decir tiene—, incapaz de superarse a sí mismo en la única organización de orden superior que podría insuflarle vigor y futuro. Y los movimientos civiles, por su parte, siguen obcecándose en sus espejismos: de un lado, en el caso de la constelación indignada, en la cándida, a menudo rudimentaria pulsión antieuropea, inquietante porque suscita el pueril entusiasmo; y de otro, en el inquebrantable y en el fondo narcisista fervor proeuropeo exhibido por esas populosas muchedumbres encadenadas en extático idilio —véanse la ANC y sus unánimes sardanas— que, jaleadas por los partidos y gobiernos afines, claman su voluntad de puentear a la carpetovetónica "España" a fin de acceder sin más, de un grácil e ingrávido brinco, a los camarotes de primera del gran crucero.
No debería olvidarse, sin embargo, que la Unión Europea es un proyecto frágil y balbuciente todavía, una utopía factible aunque amenazada desde múltiples frentes, externos e internos; que su fracaso es al menos tan probable como su éxito; y que ni su casco ni su armazón resistirán cualesquiera asedios.
Desde 1945, al socaire de una integración paulatinamente mayor de los Estados-nación europeos y de los países y regiones que comprenden, al menos tres generaciones de ciudadanos han cubierto sus trayectos vitales dando por descontada la democracia representativa y el Estado del Bienestar, la división de poderes y la libertad de expresión y conciencia, los derechos y garantías individuales y una promesa de ilustración y de prosperidad que hasta hace poco se antojaba eterna.
Por primera vez en los últimos siglos, centenares de millones de personas han desarrollado sus vidas sin padecer guerras y diásporas devastadoras, autocracias y totalitarismos, mordazas y opresiones de toda especie, por fin liberadas del miedo crónico y de la escasez, de las penurias políticas y económicas que secularmente afligieron a sus abuelos.
El buque parecía insumergible, en efecto, y su navegación garantizada en la calma chicha de la globalización, ensueño colectivo alimentado durante la fase más frívola del posmodernismo —entre la Caída del Muro y la imprevista galerna de 2008—, cuando la patente prosperidad de las mayorías dio pábulo a la desregulación neoliberal, la cultura del yo y el consumismo a ultranza. Y sin embargo hoy hace aguas, envejecido y desnortado su pasaje exhausto, su timón empuñado por demasiadas manos carentes de altura de miras, falto de rumbo mientras múltiples corrosiones lo asaltan.
La Europa que emergió de las ruinas era y es una imprescindible utopía, única tabla de salvación viable para las entidades que incluye. Pero no podrá asumir el ensimismamiento de sus patrias —grandes y chicas-—ni un troceamiento aun mayor, so pena de naufragio. En esta hora de la historia, cumple asumir que los nacionalismos de España y Francia y Alemania y el resto de Estados son una parte del problema, desde luego, pero que también lo son los nacionalismos de las regiones y países que incluyen. Y que la solución no será esta Europa ensimismada y neoliberal, sino la Europa democrática, solidaria y confederal que generaciones de europeos soñamos.
Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.
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