Cataluña, Escocia y las políticas sociales
El independentismo escocés apuesta por las políticas sociales que en Cataluña recorta el Gobierno de CiU
España no es Gran Bretaña, pero Cataluña tampoco es Escocia. Y no solo por el civilizado debate sobre el referéndum, cuyo tono y espíriru ya eran considerados por The Economist hace un par de años como escasamente imaginables en la España del siglo XXI. La diferencia es cuestión de talantes, sin duda, pero también de modelos sociales. El Partido Nacional Escocés (SNP) de Alex Salmond, que ha dotado a su proyecto de contenido social, barrió en las elecciones de 2011 con su política de oposición a los recortes. El petróleo del mar de Norte no ha vendado los ojos de un Gobierno que apuesta por las energías renovables. El SNP ha hecho tangibles sus políticas sociales antes de llegar a Ítaca, mientras que en Cataluña todo se fía a la consecución de la independencia, sin que los mortales puedan gozar de un modesto anticipo antes de sentarse a la derecha del Padre.
Universidades, medicamentos y residencias para la tercera edad son gratuitos en esa Escocia que se afirmó nacionalmente por oposición a las políticas de privatización de Margaret Tatcher. El columnista de The Guardian Jonathan Freeland, en un amplio ensayo, sostiene que la socialdemocracia edificada en Escocia está más cerca de sus vecinos del norte que del “turbo-capitalismo de la City londinense”.
En Cataluña, la realidad es bien distinta. No hay manera de despegarse del modelo del ladrillo —ahí está BCN-World—, el consejero de Salud recomienda a los ciudadanos pagarse una mutua privada y es una tarea titánica abrirse paso hacia la equidad. Lograr cobrar los 456,01 euros de la renta mínima de inserción (RMI) se antoja un proceso kafkiano con un Gobierno que en 2011 presentó como un trofeo ante los inversores internacionales el recorte en 50 millones de euros en la sensible partida que se destina al eslabón más débil. Desde 2011, 37.000 personas han perdido el derecho a la renta mínima por el endurecimiento legislativo del Ejecutivo catalán. Los trabajadores sociales denuncian, además, un procedimiento laberíntico que sitúa en una lista de espera de un año (sin cobro de prestación) a quien logra un trabajo por varios meses. Teresa Crespo, presidenta de las Entidades Catalanas de Acción Social (ECAS) y también del Consejo Asesor de Políticas Sociales del Gobierno de Artur Mas, ha advertido de los costes de la política de recortes. Pero desde la Generalitat han preferido ignorarla. Y lo han hecho incluso dejando de publicar los informes de consejo asesor en su página web. Alguien debe tener la firme convicción de que la mejor manera de avanzar hacia el futuro es ignorando el presente.
Los datos son alarmantes. El País Vasco destina un 5% de sus presupuestos a la RMI. Alguien dirá, no sin cierta dosis de razón, que con el régimen fiscal de Euskadi ese ejercicio es fácil. Pero ese argumento se desvanece cuando hasta la modesta Asturias triplica el porcentaje presupuestario que Cataluña invierte en los más excluidos.
Asturias triplica el porcentaje presupuestario que Cataluña invierte en los más excluidos.
Ese panorama resultaría escasamente significativo si no lloviera sobre mojado: solo uno de cada ocho parados de entre 16 y 29 años percibe prestación de desempleo y más de 200.000 jóvenes catalanes —que viven y están sin trabajo en Cataluña— no tienen subsidio. El Gobierno de CiU, que asegura haber hecho del bienestar la piedra angular de su reivindicación soberanista, debería tener como objetivo prioritario dar algún anticipo a cuenta de la futura Arcadia Feliz.
Escocia, en este sentido, puede ser una fuente de inspiración. Alex Salmond en el prólogo de Scotland's Future ha escrito: “Nuestra historia nacional ha sido moldeada por los valores de la compasión, la igualdad y un compromiso sin igual para potenciar la educación”. Para empujar ese proyecto, el SNP ha contado con la fuerza de las urnas y con la complicidad de unos ciudadanos que han aprendido la lección: de los 59 diputados que Escocia envía a Westminster solo uno es conservador.
Mientras en Inglaterra crece el protagonismo de las compañías privadas, el Servicio Nacional de Salud escocés es un monolito en manos del Estado. El último gran hospital privado que se construyó fue nacionalizado en 2004, explica el columnista Freeland. En la periferia barcelonesa, en Bellvitge, uno de los hospitales insignia de la sanidad pública catalana se prepara para perder 500 profesionales, cerrar 200 camas, clausurar media decena de quirófanos y dejar los salarios un 23% más bajos que al inicio de la crisis.
Las comparaciones son odiosas y los paralelismos complejos. Pero salvando las distancias entre Cataluña y Escocia, los gestos por pequeños que resulten son importantes para establecer complicidades con el conjunto de la sociedad.
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