El principio democrático
El derecho a decidir, sin ser ni soberanía ni autodeterminación, es el valor constitucional superior, según el Constitucional
Un nuevo protagonista acaba de irrumpir en el proceso soberanista catalán. Es ni más ni menos que el Tribunal Constitucional, la primera institución que había dejado todos los pelos de su prestigio y autoridad en la gatera del recurso contra el Estatuto catalán, con una sentencia sobre la que hay prácticamente consenso respecto a su carácter de causa inmediata o al menos punto de partida de todos las dificultades de entendimiento entre catalanes y españoles.
La sentencia que todos esperaban ahora iba a ser un mero trámite de anulación de la declaración de soberanía, tal como solicitaba el Gobierno de Rajoy. La idea de unos y otros era que ya estaba en marcha y de forma implacable la máquina de neutralización legal del proceso soberanista por parte del Gobierno, con el instrumento constitucional del artículo segundo --en concreto la parte que considera “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” como fundamento de la Carta Magna-- en el centro de la interpretación de la legalidad a disposición del Tribunal.
Este era el instrumento del “no a todo”: al derecho a decidir, a la consulta y a la independencia. El razonamiento era diáfano: si el objetivo que persiguen quienes quieren hacer la consulta es la ruptura de la dicha unidad, entonces todo lo que se haga en esta dirección es directamente anticonstitucional y por tanto ilegal. La Constitución española, según dicha interpretación, solo permite un independentismo platónico, que si se expresa en público debe ser sin resultado alguno ni voluntad de obtenerlo. No es esto lo que ha dicho el Tribunal, capaz de obtener la unanimidad de los magistrados en una sentencia en la que se aceptan de forma proporcionada posiciones y razonamientos tanto de los abogados del Estado como de los letrados del Parlamento de Cataluña.
El primer punto en que da la razón al Gobierno español es en asumir que la declaración de soberanía produce efectos jurídicos, única circunstancia que justifica e incluso obliga al recurso y a la sentencia. Con independencia de la calidad del razonamiento para sostener que efectivamente tiene efectos jurídicos y que no es una mera declaración sin relevancia, nótese que es el único camino que tiene el tribunal para convertirse de nuevo en actor con un papel en este proceso. Sin efectos jurídicos, el tribunal debería inhibirse.
Hay obviedades que a veces son obligatorias. Decirlas es también una forma de distinguir los caminos abiertos de los que no tienen salida. Esto es lo que sucede con la declaración del pueblo de Cataluña como “sujeto jurídico y político soberano” y con el recordatorio de que “no existe un núcleo normativo inaccesible a los procedimiento de reforma constitucional”. Pero el núcleo político más relevante y sorprendente de la sentencia versa sobre el derecho a decidir, reconocido como una aspiración política que cabe en la Constitución.
Tal como lo interpreta la sentencia, el derecho a decidir no es el derecho a la autodeterminación ni una atribución de soberanía. Es, en realidad, algo más trascendente, porque afecta al espíritu mismo de la Constitución, y es ni más ni menos que el principio democrático, “valor superior de nuestro ordenamiento”, algo que según el Tribunal “reclama la mayor identidad posible entre gobernantes y gobernados”, “exige que los representantes elijan por sí mismos a sus representantes” o “impone que la formación de la voluntad se articule a través de un procedimiento en el que opera el principio mayoritario”.
Lo más notable de la aparición de este nuevo actor es que no se le esperaba. La vida nos regala a veces esas sorpresas fuera de guión. Un Tribunal Constitucional sobre el papel más conservador y centralista que el anterior, presidido por un magistrado que ha militado abiertamente en el PP, intenta recuperar algo del prestigio y autoridad perdidos por el anterior tribunal más plural y menos derechista. En vez de actuar como un servomecanismo, actúa según un criterio propio, que sitúa el principio democrático, y no la unidad de España, en el centro del debate. Cuando así sucede, como ocurrió hace 40 años, el primero conduce a la segunda: si todos juntos somos capaces de dialogar y de pactar, podremos seguir juntos.
Parece claro que el nuevo actor tendrá todo el interés en seguir jugando siempre que tenga ocasión de hacerlo, es decir, cada vez que alguien, el Gobierno de Rajoy entre otros, recurra a su arbitraje. De momento, ahí está en la sentencia todo un arsenal de argumentos a disposición de quienes quieran y sepan para su utilización en el debate en el Congreso del 8 de abril sobre la transferencia a Cataluña de la competencia para realizar la consulta. Al menos en dos ocasiones más el Tribunal tendrá ocasión de hacer pesar su criterio. La primera, cuando el Parlamento catalán apruebe la ley de consultas, y la segunda, con ocasión de la firma por parte de Artur Mas de la convocatoria de la consulta para el 9 de noviembre. En ambos casos, la actuación de unos y otros estará ya condicionada por la existencia de un Tribunal dispuesto a jugar un papel propio y activo como árbitro de la Constitución.
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