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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El PP y el espejo de Lacan

El Gobierno valenciano está más preocupado por lo que somos que por lo que nos pasa

Miquel Alberola

El Gobierno valenciano, en medio de la hecatombe en la que zozobra, ha tenido el póstumo reflejo de lanzar una campaña para conmemorar el 30 aniversario de la aprobación de la ley que regula los símbolos de la Comunidad Valenciana y su utilización. Nada más oportuno para un territorio en trepidante retroceso económico y social (Funcas), cuyo Producto Interior Bruto per cápita, en paridad del poder adquisitivo, está 15 puntos por debajo de la media de la Unión Europea (Eurostat).

Frente a esa realidad agobiante e inoportuna, el Consell va a poner este año el énfasis en resaltar la trascendencia de una ley “cuya inalterable pervivencia en el tiempo es la muestra más evidente de su significado e importancia para la consolidación de la autonomía política de la Comunidad Valenciana”. El autor de la iniciativa, sin duda, tributa un inconsciente homenaje a don Rafael Dutrús, Llapisera, olvidado precursor de la I+D+i local que fusionó la tragicomedia bovina con la banda El Empastre (surgida a su vez del potaje de Wagner con el Rascayú).

Para solemnizar la medida, el Consell ha creado un logotipo conmemorativo, que encabezará la papelería que suministre en sus trámites administrativos, y en el que despunta el enunciado “30 años de identidad”. Que es de lo que se trata: dar pie oficial a repastar la paranoia con oportunidad electoral. Porque el Gobierno valenciano está más preocupado por lo que somos (el nombre de la lengua, la bandera y el himno oficial) que por lo que nos pasa (un 28% de la población en riesgo de pobreza o exclusión social, un 29,2% de paro y una deuda del 29,3% de nuestro PIB). Y lo está en la vertiente más patética y perversa de lo que significa ser: no como potencial de desarrollo colectivo para hacer frente a las dificultades sino con intención patrimonial y de oposición a otros valencianos.

Si no fuera por el drama en que se cuece este despropósito, se diría que los valencianos hemos tenido suerte de haber carecido de identidad hasta hace 30 años (como proclama el enunciado), en el sentido eficiente de las sociedades menos afectadas por la obsesión de este asunto (Baudrillard). Pero no podemos zafarnos de este lastre porque, mientras nos caemos a trozos, ahí está la Generalitat para redimirnos. El PP quiere ser el espejo de Lacan, en el cual el pueblo valenciano se perciba y desenvuelva su yo como instancia psíquica y política. Después de todo, parece ser el más claro heredero de aquella mortificación introspectivista que generó abundante literatura indígena en la segunda mitad del siglo pasado y que tanta indiferencia concita ahora (¿la escisión del sujeto?), aunque, en el fondo, en ese espejo lacaniano el PP no busca sino la unidad de imagen de su propia fragmentación.

Se sueña con ser uno mismo cuando no se tiene nada mejor que hacer (Baudrillard), aunque también como evasión de la realidad adversa (capitulación en la responsabilidad). Y en el caso del Consell parecen concurrir ambos dramas. La sucesión de ocurrencias para dar a entender que en su parálisis toma la iniciativa, mientras los tiempos judiciales obligan a Alberto Fabra a adoptar las decisiones que ha estado evitando desde que llegó a la presidencia para evitar el siniestro, huelen a remate final. Los más optimistas del PP valenciano consideran que si la legislatura durara un año más, el Consell podría remontar la situación, aunque, en realidad, a tenor de lo visto, la actual legislatura se le está haciendo interminable.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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