¿Democracia censitaria?
¿Acaso los socios del Círculo Ecuestre valen más que los de la ANC o de Òmnium porque son más ricos?
A lo largo del siglo XIX, en toda la Europa occidental, la gradual construcción de los regímenes liberal-parlamentarios se caracterizó por una extremada cautela a la hora de establecer quiénes podían ejercer en plenitud los derechos políticos y, ante todo, el derecho de voto. Así, pues, la condición de elector se vio sujeta a fuertes restricciones, y ligada a la posesión de un elevado nivel de riqueza; porque, como subrayaba un texto oficial español de los albores del reinado de Isabel II, “en todos los países se ha considerado a la propiedad, bajo una u otra forma, como la mejor prenda de buen orden y de sosiego”.
Prescindiendo de la Constitución de Cádiz —que establecía un complejo e impracticado sistema de sufragio universal masculino indirecto—, el sufragio censitario nació en España con el Estatuto Real de 1834, el cual limitaba el derecho de voto a poco más que los mayores contribuyentes, de modo que en las elecciones de aquel año pudo participar aproximadamente el 0,15% de la población. Las cosas mejoraron con la Constitución y la ley electoral progresista de 1837, que elevaron el cuerpo electoral hasta un 3% de la población del país. Sucesivas reformas lo situarían, en 1844, por encima del 5% de los españoles.
Pero tales avances no eran irreversibles. Durante la larga vigencia de la Constitución moderada de 1845 y de su correspondiente ley electoral de 1846, el porcentaje de los electores sobre la población total volvió a caer hasta un 0,8%, y en 1863 era apenas del 1,08%. Aun cuando las Cortes constituyentes de 1869 establecieron el sufragio semiuniversal —de todos los varones mayores de edad—, la Restauración canovista circunscribió otra vez el derecho de voto a quienes pagaban contribución o tenían estudios superiores, aproximadamente uno de cada 20 ciudadanos. El retorno del sufragio masculino sin otro requisito que tener 25 años o más se hizo esperar hasta 1890, si bien los últimos elementos censitarios del sistema (la elección de senadores por parte de los “mayores contribuyentes” de cada provincia) pervivieron hasta 1923.
Últimamente, vuelven a estar en boga las ideas típicas del liberalismo censitario: que existen votos “de calidad” y otros carentes de ella
Traigo todos estos datos a colación porque, últimamente, me parece que vuelven a estar en boga las ideas típicas del liberalismo censitario: que existen votos “de calidad” y otros carentes de ella; que quien tiene o maneja más dinero posee mayor autoridad para opinar sobre los asuntos políticos; que los gobernantes deben atender sobre todo a las demandas de los “mayores contribuyentes”... Aludo, como sin duda imaginan, a la explotación de los posicionamientos empresariales ante el proceso soberanista catalán.
Los partidarios de una consulta de autodeterminación en Cataluña saben —o deberían saber— que contar con el apoyo explícito de las grandes organizaciones patronales es ilusorio, no solo por una cuestión de intereses, de cuenta de resultados, sino sobre todo porque el empresariado es de natural timorato, hostil a incertidumbres y a grandes cambios en el statu quo. Por consiguiente, lo máximo que los soberanistas pueden esperar de aquellos foros es neutralidad: así lo ha reconocido el propio presidente Mas cuando, después de haber esbozado una petición de compromiso activo que fue recibida glacialmente, acaba de aceptar que basta con que los empresarios “estén ahí”, sin necesidad de mojarse.
Así pues, ya sea por iniciativa espontánea o inducida, nombres relevantes del mundo empresarial (desde el editor José Manuel Lara al presidente de la CEOE, Juan Rosell; del presidente de Fomento, Joaquim Gay de Montellà, al abogado Emili Cuatrecasas) se han pronunciado rotundamente en contra de la hipótesis de la independencia. Resulta tan legítimo como previsible. Lo inquietante es el uso político de aquellos posicionamientos por parte de los partidos unionistas catalanes, del bloque españolista estatal (PP, PSOE y UPyD) y del propio Gobierno de Rajoy. Y es inquietante porque, cuando populares y socialistas se congratulan del desaire empresarial a Mas, cuando en el Parlament los portavoces de Ciutadans y PP exigen al presidente que siga las indicaciones de las patronales, cuando —el pasado martes— un editorial de El Mundo conmina: “Artur Mas debe abandonar su sordera y escuchar a los empresarios”, lo que defienden implícitamente es una política de élites o de notables, no la democracia de “una persona, un voto” en la que creíamos vivir.
El empresariado es de natural timorato, hostil a incertidumbres y a grandes cambios en el statu quo... lo máximo que los soberanistas pueden esperar es neutralidad
Escuchar a los empresarios y a las entidades económicas es sin duda necesario. Pero, ¿y a los cientos de miles de ciudadanos que se manifestaron por la independencia en 2012 y 2013, a esos no hay que escucharlos? Las más de mil entidades adheridas al Pacto Nacional por el Derecho a Decidir, ¿no representan a nadie? ¿Acaso los socios del Círculo Ecuestre valen más que los de la ANC o de Òmnium porque son más ricos? ¿Sigue en vigor aquella frase del Catecismo nacional de 1835, según la cual “los que tienen la propiedad ejercen el patronazgo de los que carecen de ella”?
Tiene gracia que quienes acusan al soberanismo de decimonónico recurran a ideas propias de José Martínez de la Rosa, alias Rosita la pastelera.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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