El club de los cien kilos
La obesidad no siempre ha sido una enfermedad, en su día fue considerada un modelo de salud y de vigor
A veces las historias no las encuentras, sino que ellas te encuentran a ti. En este caso, llegó a mi conocimiento de la manera más inesperada, a primera hora de una gris mañana de sábado tumbado en la cama mientras me curaba de un catarro. Mi amiga Roser Messa —que escribe sobre Barcelona en su blog Cosas de Absenta— me envió una fotografía realizada por Guillem de Plandolit en 1904, donde se veía el cartel de un tal Blancoman anunciado como el hombre más gordo del mundo.
La imagen la había encontrado Enric H. March, otro aficionado a la historia local que buscaba información para escribir una entrada en su blog Bereshit. Según pude averiguar, el tal Blancoman era en realidad Gerard Vracoman, un austríaco que pesaba 232 kilos y que había sido premiado en la Exposición Internacional de París de 1900 (¿premiado por qué?). Como terminó escribiendo Enric: “Tenia una cintura de dos metros de circunferencia y cada pierna medía 107 centímetros. Era hijo de una mujer italiana que murió en el parto. Pesaba 24 kilos cuando nació y fue alimentado con leche de cabra. Durante los primeros años del siglo XX se dedicó a dar vueltas por Europa exhibiéndose acompañado de otro fenómeno, el Hombre Museo, que llevaba todo el cuerpo tatuado con historias, como El hombre ilustrado de Ray Bradbury”. Detrás de esta noticia, como la cola de un cometa, encontré un tema muy acorde con esta época post-navideña, temporada alta de dietas y gimnasios.
La obesidad no siempre ha sido una enfermedad, en su día fue considerada un modelo de salud y de vigor, y en las mujeres, una prueba de fertilidad. Cuando se habla de gordos siempre se recuerda a aquellas Venus prehistóricas de grandes pechos y anchísimas caderas, capaces de criar a una hilera de retoños. Sin embargo, con la aparición de las culturas guerreras aquel modelo humano se convirtió en un signo de holgazanería.
Louis Mussard, el hombre más gordo de Francia, pesaba 265 kilos
En Esparta los varones pasaban una revisión física, y a aquellos que se estaban poniendo fondones se les obligaba a hacer ejercicio. Entre los celtas, los hombres tenían un cinturón que estaban obligados a calzarse una vez al año, y en caso de no poder ceñirlo se les imponía una multa. Para los romanos, el sobrepeso se consideraba un signo de vulgaridad. En una sociedad tan hedonista como la latina, y tan aficionada a los banquetes, la manera de mantener la línea era provocar el vómito entre plato y plato. La Edad Media fue un período de grandes hambrunas, y la gordura se convirtió en la condición visible de la riqueza, y aún de la realeza. El rey normando Guillermo el Conquistador, el emperador carolingio Carlos III el Gordo, Luís VI el Gordo de Francia, Alfonso el Gordo de Portugal, o Enrique I el Creso de Navarra tuvieron problemas con la báscula. Incluso les incapacitó temporalmente para gobernar, como le ocurrió a Sancho I el Gordo, que apartado del trono huyó a Córdoba donde los médicos andalusíes le pusieron nuevamente en forma.
Todavía no calificada de epidemia como en el siglo XXI, la obesidad fue condenada por la medicina, que la denominaba polisarcia. Surgieron remedios milagrosos como beber grandes cantidades de vinagre puro, o como las Perlas Vitales del Centro Higiénico-Médico de la calle Tapinería, la cura de los estados adiposos que ofrecía el Gabinete Médico del pasaje Domingo, el Agua Purgante Rubinat que se vendía en la Gran Vía barcelonesa, las Píldoras contra la Obesidad del doctor Sanders de París, o el régimen inventado por el doctor Schwenninger —médico personal de Otto von Bismarck—, que llegó a ser contratado por el sultán de Turquía para tratar a las mujeres de su harén.
El siglo XIX significó una nueva concepción de la obesidad, mostrada públicamente como un fenómeno de la naturaleza. Uno de los primeros gordos célebres fue un anónimo norteamericano nacido en 1793, que aparecía en muchos tratados médicos porque al morir pesaba 454 kilos. El inglés Daniel Lambert, de 350 kilos, llegó a tener entre el público a la familia real. Entonces se hablaba de obesidades honestas (como la respetable barriga en un hombre de mediana edad) y de obesidades monstruosas que la gente pagaba por contemplar. En 1836, en Madrid se representó El hombre gordo, de Manuel Bretón de los Herreros, comedia protagonizada por el actor Joaquín González, que pesaba 207 kilos. Veinte años más tarde se dio noticia de la muerte de Louis Mussard, el hombre más gordo de Francia, que pesaba 265 kilos. De él se contaba la anécdota de que a un campesino llegado a París para ver a Tora-Pouce —el liliputiense más célebre de la época—, lo enviaron a casa de Mussard. Y al verle aparecer por la puerta, el labriego se quedó mudo de la impresión. El bueno de Louis, acostumbrado a la broma, le aclaró: “Le han dicho que soy un enano, lo que pasa es que en casa me pongo a mis anchas”.
En la ciudad norteamericana de Hoboken, un hombre que pesaba 113 kilos —miembro de la Asociación de los Hombres Gordos—, anunció que pasaría el invierno dentro de un árbol hueco y sin alimento para probar que los seres humanos somos capaces de invernar como los osos. Esta asociación se reunía anualmente en Nueva York, a imitación de la que ya existía en Londres.
En 1896 se creó en París el Club de los Cien Kilos, cuyos miembros se congregaban para celebrar grandes banquetes. En este club tan especial podría haber triunfado la mujer más obesa de la historia, la norteamericana Carol Yager, que llegó a pesar 726 kilos. Y el mayor gordo de quien se tiene noticia, John Brower, de 635 kilos. Uno de los últimos casos extremos fue el mexicano Manuel Uribe, que llegó a pesar 560 kilos y murió en 2008. Ese mismo año, Japón prohibió la obesidad, ley que desde entonces sanciona con fuertes multas a quienes no cuidan lo que comen. Los hombres no pueden medir más de 85 centímetros de barriga y las mujeres, 90. Cojan una cinta métrica y comprueben ustedes mismos si serían o no sancionados en aquel país asiático.
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