El corte de una manga
Todas las empresas han creado un servicio de atención al cliente con el único propósito de no darle nunca la razón
Antes, a las joyerías íbamos en contadas ocasiones y todas relacionadas con un acontecimiento importante: la esclava para un recién nacido; la medalla con el crucifijo para la primera comunión o el ansiado reloj de hombre, ese con el que nuestros padres festejaban la incorporación de su hijo al mundo adulto. En mi pueblo, la dueña de una joyería podía establecer el árbol genealógico de una familia por los apuntes que tenía en su libreta. Un cuaderno donde anotaba la fecha de la adquisición, la entrega inicial y cómo se iba pagando. Por aquel entonces, se hacía lo que se denominaba “una cuenta”. Cada semana se iba a la joyería y se entregaba una pequeña cantidad de dinero hasta poder saldar la deuda.
En la tienda de ropa pasaba igual. A ella acudía, un par de veces al año, cada familia para hacer otra cuenta. La más abultada coincidía con las vísperas de Semana Santa, de cara al Domingo de Ramos, ese día en el que al que no estrenaba algo se le caían las manos. Y allí íbamos todos los niños a probarnos el nuevo pantalón con su camisa a juego. Que la ropa fuera a juego era una cuestión esencial para nuestras madres. Y nadie sabía mejor si íbamos a estar o no bien vestidos que el dependiente de la tienda de toda la vida. Ese empleado que, de una forma incansable, iba sacando camisas hasta lograr el consenso sobre aquella que debíamos comprar, por lo que su paciencia era esencial a la hora de cerrar la operación.
Sin la existencia de un dependiente, tampoco hubiéramos dado nuestros primeros pasos en la vida sin que nos dolieran los pies. El empleado de una tienda de zapatos era un especialista en una cuestión esencial a la hora de caminar: encontrar hasta dónde llegaban los dedos de un pie apretando la punta del calzado. Todas las madres de entonces compraban siempre los zapatos a sus hijos con unos dedos de más, ya que los niños siempre estábamos en edad de creer y el calzado tenía que echar una temporada. Que echara una temporada era lo mínimo que se le podía exigir a unos zapatos, entre otras razones porque no había dinero para adquirir muchos más.
Este rebrote de nostalgia por el comercio tradicional, ya prácticamente desaparecido, me ha venido a la cabeza tras comprar este año algunos de los regalos de Navidad por Internet. He adquirido varias cosas que quiero devolver, pero no encuentro al dependiente para explicarle lo que me pasa. Para cambiar una camisa, llamo a un 902, donde una operadora me pregunta por mi DNI y por mis apellidos. Y por mucho que le explico que se trata de un problema con las mangas, cuya talla no aparece en el documento nacional de identidad, la interlocutora me insiste sobre lo necesidad de verificar que el que llama soy realmente yo y que la camisa es realmente mía. Luego, tras advertirme que la devolución la tengo que realizar con el embalaje original, busco por todos sitios dónde coloqué los alfileres y el trozo de plástico para mantener el cuello de la camisa erguido. Y en ese momento, vuelvo a acordarme del dependiente de aquella tienda de mi pueblo que era capaz de hincar cada alfiler en su agujero anterior y cada arruga de los pliegues donde estaba antes de sacarla de la caja.
Entre la crisis y la globalización, apenas quedan ya algunas tiendas de comercio tradicional. Esas que añoramos, pero que han tenido que cerrar ya que con nuestra añoranza no comían. Con su desaparición también se ha perdido el trato al cliente. Ese que siempre tenía la razón. Ahora, todas las empresas han creado un servicio de atención al cliente con el único propósito de no dártela nunca. La razón. Y resulta que es muy difícil que, por teléfono, alguien te toque la punta del zapato para ver hasta dónde llegan los dedos. O que entienda el mal corte de una manga, sin provocar que a uno le entren ganas de quitarle el artículo indefinido a la frase y soltar el auricular para hacerle uno al interlocutor. Eso sí, online.
@jmatencia
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