El último mohicano
La simpatía de un hombre sabio ha dejado su gesto irónico y desdramatizador en casi todo lo que ha sido: un ilustrado, heterodoxo, ateo y hedonista hombre de letras
No ha sido el último mohicano pero es hermoso pensarlo así. Y además era mucho más guapo que Daniel Day-Lewis y nunca anduvo con la solemnidad embarazosa y ralentizada de los héroes inflados, entre otras cosas porque ha sido siempre inverosímilmente delgado. La simpatía risueña y luminosa de un hombre sabio ha dejado su gesto irónico y desdramatizador en casi todo lo que ha sido: un ilustrado, heterodoxo, ateo y hedonista hombre de letras, alto como una torre frágil y áspero solo con los dogmáticos de una lengua, de una fe o de un país.
Porque su don de mago estuvo en buena medida en inventarse un país propio e inagotable, fabricado con todas las lenguas románicas y alguna anglogermánica, primero en la pelea contra la España cerril y nacional-católica y después poniendo ladrillos en forma de libros para hacer una sociedad democrática, un poco más culta, más libre y más imprevisible. Los primeros cómplices se parecían mucho a él, aunque todos eran más bajitos: Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Manuel Sacristán, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, incluidos algunos más jóvenes que él y que están con nosotros, como Joaquín Marco. Estaban haciendo la mejor editorial literaria de los años 50 y 60, Seix Barral, y el motor de fondo –abrir, mezclar, enredar, experimentar- lo ensayó poco después ya por su cuenta y también en dos lenguas, en Edicions 62 y en Península, con nuevos aliados que también están con nosotros, como Xavier Folch.
Desmantelar una mentalidad uniformista y abrir la máquina a las ideas de los otros, incluida la literatura como política estética, parece desde hoy una operación natural sólo porque él la hizo natural, repudiando fantasiosas recreaciones o gestas histéricas. Su escepticismo irónico macera la vivísima lección contra fiebres monoparentales, y quizá la más viva de sus anchas sonrisas se compendia primero en un fenomenal bromazo literario –eso fue la hoy sacralizada antología Nueve novísimos poetas españoles, de 1970- y después en un puñado de libros propios sensacionales, en la plena madurez biológica.
Porque se atrevió a finales de los ochenta, cerca de sus 60 años, a escapar del despacho de editor y ensayista y entrar en el de escritor. Había dejado por el camino éxitos de librería hechos con antologías de poesía española y catalana, ensayos para pastorear la novela española, ensayos sobre Josep Pla y sobre Marcuse, sobre cultura española vista desde Cataluña y sobre cultura catalana vista desde la española, y un rastro numeroso de amistades hispanoamericanas, incluidos los mejores (de Vargas Llosa a Julio Cortázar). Pero ahora ya no, ahora cambiaba de bando y lo hacía con un libro magistral, deslumbrante: sus semblanzas armadas como Els escenaris de la memòria para hacer militante un modo de entender el mundo y sus mezclas explosivas, entre Pla y Ungaretti, entre Alberti y Mercè Rodoreda, entre Aranguren y Gimferrer, entre Paz y Pasolini.
Y por eso dejó para el final, hace unos años, las semblanzas más íntimas y algunas estremecidas, como las de sus amigos de cuando entonces, Sacristán, Barral, Ferrater, Alfonso Carlos Comín, el teatral (y pionero queer) Terenci Moix o la delicadeza sentimental de Montserrat Roig. Y lo mejor de todo es que sabía muy bien que ese no era una mundo abolido ni arrasado, con él no terminaba nada porque la siembra había sido brillante y duradera. Fueron ellos buena parte de las personas de su vida pero las convirtió en personajes tratados con la piedad de la memoria y la calidez del amor. Se ve a la legua que el último mohicano sigue sonriendo.
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