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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cataluña se va...

Diez años después de la toma de posesión de Maragall como presidente, España sigue sin responder a su último envite

En el relevante artículo de Pasqual Maragall Madrid se va,publicado en estas páginas en febrero de 2001, el entonces aspirante a la presidencia de la Generalitat denunciaba la maldita pulsión centralista que concentraba infraestructuras y una estructura radial de comunicaciones a favor de Madrid. Reconocía la descentralización política provocada por la Constitución, pero, en cambio, cargaba contra el lápiz de Fomento y el centralismo de AENA que habían conseguido, para esta ciudad, la exclusividad de la capitalidad económica del Estado.

El artículo estaba escrito de camino entre la alcaldía de Barcelona y la presidencia de la Generalitat y, como señala Javier Pérez Royo en el prólogo del libro Espíritu federal, Maragall jamás abandona un eje central en todas sus intervenciones: la constitución territorial. La articulación del territorio y sus formas de gobierno recorren toda su actuación política: el territorio es un puzle en el que cada pieza tiene sentido en sí misma e inserida en el conjunto; las normas para encajarlas son un instrumento de gobierno, jamás leyes inmutables.

Esta obsesión territorial, que siempre persigue modificar el terreno de juego del Gobierno que le toca liderar, no se basa en mandatos históricos ni en concepciones románticas, sino en el medio para disponer de los instrumentos que le permitan desarrollar un proyecto en clave social, de progreso económico y dar respuesta a las ambiciones de los ciudadanos que representa. Esa es la razón por la que propuso una carta municipal o un Gobierno metropolitano, la misma que le impulsó a proponer un nuevo Estatut para Catalunya. En definitiva, instrumentos de gobierno, para transformar Ciutat Vella y las periferias urbanas o impulsar la Ley de Barrios; para idear la ciudad educadora o dar forma al pacto nacional de la educación; para descentralizar el Gobierno municipal o para proponer una nueva ordenación territorial de Catalunya; para organizar unos Juegos Olímpicos o para rubricar el Pacte del Tinell. Una razón de gobierno que no acaba en la administración de los servicios públicos, sino en la transformación de la realidad.

Cuando España entra en crisis se agudiza el centralismo y Cataluña hace las maletas

Esta es la razón de ser del socialismo, y Maragall, su máximo exponente durante más de tres décadas, no ha cedido ante los que prefieren la Administración tranquila de cualquier statu quo preestablecido, sean alcaldes metropolitanos, aparatos orgánicos, presidentes rondinaires o dialogantes. La gota malaya es un incordio permanente con el fin de alterar la realidad y de dibujar nuevos horizontes que permitan mayores cotas de justicia social.

Hoy hace 10 años —¡toda una década!— de aquel 20 de diciembre de 2003, cuando Pasqual Maragall accedía a la presidencia de la Generalitat. Desde la decepción de los socialistas, tras la derrota de las primeras elecciones al Parlament de 1980, habían pasado 23 años de Gobiernos Pujol. El PSC nunca había conseguido la victoria hasta que el alcalde Maragall aceptó el reto. “Mira por dónde, un Conseller en Cap del Consell de Cent, seis años más tarde, atraviesa la plaza de Sant Jaume, que había sido una iglesia y después plaza de la Constitución, y entra en el palau de la Generalitat”. Fueron sus primeras palabras, una manera sutil de situarse en las antípodas de su antecesor.

Y sentenciaba: “Quiero que vean en este paso de la plaza, la incorporación de los ciudadanos de base, y de los partidos que los representan, a la gobernación del país”. El nacionalismo conservador, heredero de la Lliga de Cambó, tropezaba, finalmente, con un catalanismo de raíz republicana, más comprometido con el bienestar de los ciudadanos que con las esencias de la patria. Maragall intuye que el pacto de la Transición se agota y la estrategia de Pujol —con el caja cobre y el peix al cove como grandes divisas nacionales— se ve superada. “¡Pobre país!”, se exclama, y añadía: “Cestos perforados y cobros fallidos por todas partes. La relación de Cataluña con el Estado no puede seguir regida por refranes mercantiles”.

Ahora que a Madrid ya ni le queda la locura de Eurovegas para ir a ninguna parte, Cataluña amenaza con largarse. Cuando España entra en crisis se agudiza el centralismo y Cataluña hace las maletas. En ese paisaje, Barcelona desaparece engullida por la pelea entre naciones y un alcalde ausente que sigue sin entenderla. La antigua tradición federal siempre se resistirá al doble porque le es imposible desentenderse de nada ni de nadie, pero la respuesta española al último envite de Maragall está por construir. Ni la propuesta de Granada ni la cerrazón popular sirven: el referéndum frustrado del Estatut exige volver a preguntar para recomponer un fiasco democrático. Cataluña exige su pleno reconocimiento nacional y Barcelona poder jugar con las herramientas de capital de Estado. Decía Maragall: “Que los conservadores de las esencias patrióticas de un lado y de otro del Ebro estén tranquilos. No hemos de romper nada. Pero estiraremos la cuerda que nos lleva hacia Europa y hacia un nuevo patriotismo, el de los derechos sociales, el de la dignidad efectivamente reconocida allí donde cuenta, en el barrio, en la escuela, en el acceso a la vivienda, en el envejecer cerca de casa”.

Desgraciadamente, Maragall sufre el silencio de los recuerdos, pero su envite sigue esperando respuesta. Pocos le creímos. Sin ella, hoy, 10 años más tarde, Catalunya ha emprendido el viaje.

Jordi Martí es presidente del Grupo Municipal Socialista en el Ayuntamiento de Barcelona.

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