La ‘muerte’ de los fundadores
Los padres fundadores del PSOE, con su narcisismo, estrangulan el desarrollo de su propia obra
A los idealistas se les llena de insultos certeros, por los ideales se han roto piernas y millones de cabezas, pero nadie discute la fuerza de la esperanza para transformar las pequeñas cosas y las grandes, para vencer el miedo inmenso e insensato que causa vivir. Lo diré de entrada, soy un devoto de las utopías. El contenido de cualquiera de ellas me atrae más que su aplicabilidad, a la que los propagandistas y los políticos conceden, en buena lógica, una relevancia superior. Pero las utopías ejercen una poderosa impresión sobre mi, y he tratado de comprender lo que en ellas producía tales efectos. Mi disposición racionalista y analítica me lleva a saber que las utopías y sus protagonistas emocionan, conmueven porque son un buen ejemplo de las relaciones amorosas de cada uno de nosotros con los demás. En las utopías, el otro deja de ser un extranjero o un adversario porque hay un deseo de alcanzar un mundo solidario, justo, en paz a través del desarrollo de las relaciones de cada individuo con sus semejantes. Uno se cuida a sí mismo pero, al manejar los impulsos egoístas y hostiles, también atiende a los demás. Desde una perspectiva darwiniana, las construcciones utópicas nos acercan al objetivo de supervivencia de la especie humana mientras que para los freudianos serían el fruto maduro de las relaciones de amor del individuo con sus padres y hermanos en el círculo de la familia. Estas relaciones son las que permitirán crear lazos afectivos en las diversas formas de agrupaciones de individuos (pueblo y nación, casal o asociación cultural, red de usuarios de servicios o partidos políticos).
Aunque Tomás Moro forjó el término de utopía en su obra Del Estado Ideal de una República en la Nueva Isla de Utopía (1516), bien pudo haber zarpado desde La República de Platón o recorrido los océanos de la Ilustración con El Contrato Social (1762). Su autor, Jean-Jacques Rousseau, anhela una sociedad en la que el libre desarrollo de uno sea la consecuencia del libre desarrollo de los demás y sugiere una democracia sin intermediarios donde el yo ciudadano tenga que hacerse cargo de su papel en el desempeño del poder: la voluntad general no puede depositarse en los otros por muy cualificados o carismáticos que sean los políticos. Y, finalmente, la utopía fondeó en el fecundo ideal socialdemócrata con su aspiración de atender las necesidades materiales y sociales que dignifican a los seres humanos, pero también con su esfuerzo en transformar la esfera del poder. Sus seguidores han desafiado la persecución de los poderosos, sufrido su furia, para erigir una de las creaciones humanas más prodigiosas porque intenta que la mejor elección de cada individuo conduzca a un resultado óptimo para la Humanidad. El edificio está repleto de decencia y sentido común: educación y sanidad universal, derechos y deberes civiles, redistribución de la riqueza, ecologismo.
Los padres fundadores del PSOE, con su narcisismo, estrangulan el desarrollo de su propia obra
Ahora bien, ¿por qué los partidos políticos, sus líderes y militantes-simpatizantes que interpretan esta hermosa creación están camino de convertirse en instrumentos inútiles, en poderosos sin alma? O, siendo más concretos, ¿por qué el PSOE y su filial en la Comunidad Valenciana, el PSPV, han dejado de ser un referente de organización política transformadora y equilibrada en la razón para millones de ciudadanos? Naturalmente, se adivinan toda una serie de motivos pero sólo consideraré algunos originados en fuentes profundas. Entre ellos destaca la decepción de las masas que se han podido sentir engañadas por quienes no han cumplido su palabra, traicionadas por el cambio de rumbo en mitad de la tempestad de la crisis o de la placentera noche. En todo desengaño hay un subcomponente de rabia (y también de pena por la pérdida de los ideales) que es tanto mayor cuanta más ilusión hubo. Hay tantos ejemplos de los gobiernos presididos por Felipe González, Zapatero o Lerma que no exigen enumeración alguna. Me atrevo a afirmar que aún hay otro motivo más profundo: la envidia contra la utopía socialista por representar un genuino progreso de los individuos al poner fin a las miserias humanas y alcanzar el reconocimiento de la verdad. Rencor que arrecia por la autocomplacencia de los socialistos, que se sienten elegidos por la Historia. En el fondo, todo partido es condescendiente con sus partidarios pero despreciativo con los individuos que se hallan fuera de tales lazos afectivos. Esa soberbia fue mayor en el PSOE y el PSPV porque llevaron adelante tareas titánicas como la modernización de España o la creación del autogobierno valenciano. Entonces adoptaron un modelo de partido monolítico en torno a sus líderes parecido a las religiones que tuvieron que organizar una comunidad de creyentes en tiempos de sangre y expansión.
Es sabido que cuanto más cohesionada es una estructura de poder (y el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra lo estaba), mayores son las diferencias con el resto de organizaciones de individuos. Los vínculos emocionales que se crearon entre el secretario general —Felipe González— y los militantes fueron más potentes que los conseguidos entre los propios militantes. También se desencadenaron lazos afectivos intensos entre el Presidente González y los ciudadanos españoles. Para todos ellos, González era un líder poderoso y carismático, un sustituto del padre y de Dios. Cuando Rubalcaba proclamaba enfervorecido en la conferencia política de hace unas pocos semanas “el PSOE ha vuelto” parecía más un grito desesperado por la añoranza del padre que el deseo de reivindicar un partido para la búsqueda de la felicidad y la razón. Unas pocas horas antes, el gran padre fundador, había escrito el epitafio del actual secretario general: “Rubalcaba es la mejor cabeza política de España, pero tiene un problema de liderazgo”.
Las cosas no fueron igual en el PSPV porque Joan Lerma no fue amado por los militantes como González. Nunca logró la autoridad a la cual admirar. Sin embargo, consiguió mantenerse en el poder siendo un Presidente de la Generalitat con las maneras de la realeza, siendo la representación del Rey Jaime I el Conquistador. Incluso alguien de su corte es el actual secretario general. No podemos dejar de reconocer que Ximo Puig tiene una voz suave y cercana pero sus palabras pueden llegar a ser estridentes y categóricas, pobres. Ocurre lo mismo con su imagen que, de forma natural, despierta un sentimiento de simpatía o de cercanía, pero que se ve enturbiado por su costumbre de usar artefactos para cambiar su verdadera apariencia. Creo que estos aspectos resultan desconcertantes en tiempos de decepción y engaño.
La utopía socialista debería aspirar a una relación en la que se escuche a los ciudadanos
Podría consolarme intentando explicar por qué “los padres fundadores” del PSOE o del PSPV siguen estando ahí, década tras década, desafiando todas las leyes de la longevidad. En alguna ocasión lo he señalado, la manera en que queremos lo que creamos nos da una respuesta profunda. Si queremos de forma torrencial, en todo momento y para siempre a un otro sin ser un ser distinto de nosotros, si amamos como si fuéramos un todo o uno en el otro, es seguro que cercenaremos el crecimiento autónomo del otro (y de nosotros) como individuo. Los padres fundadores, con su narcisismo primario y exaltado, están estrangulando el desarrollo de su propia obra, impidiendo que su creación adquiera la madurez para seguir transformando la nueva realidad. Mientras tanto, los actuales secretarios generales siguen buscando infructuosamente la esencia del gran hombre, del gran líder, del gran padre que despierte la admiración y el temor de todos. ¿Alcanzarán pronto la sensatez para descubrir que esto sólo puede ser posible cuando se provoque la muerte de los padres fundadores? ¿Se atreverá alguien a ocupar su lugar? ¿Se concebirá por fin el héroe que se subleve contra el padre en las próximas primarias? Con todo, cabe incluir aquí la colaboración necesaria de las masas de militantes y simpatizantes socialistas que mantienen inquebrantables sus lazos afectivos con los padres fundadores, por encima de la camaradería entre iguales y, lo que es más importante, de la lucha por actualizar e interpretar el proyecto socialdemócrata. Acaso no serán capaces de ver que frente a un partido del Padre cimentado en la ley del más fuerte (el más listo, el más bello, el más famoso, el más temido, el más carismático) para hacer un PSOE o un PSPV ganador, la utopía socialista debería aspirar a una relación humana en la que los poderosos y el yo ciudadano se permitan pensar libremente, se escuchen de verdad, discutan las cosas para crecer juntos como nosotros ciudadanos. No es seguro que lo intenten, pero deben inventar la ternura en la política.
Rafael Tabarés-Seisdedos es Catedrático de Psiquiatría en la Universitat de València.
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