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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Descrédito institucional

La sumisión al Gobierno central ha alcanzado la cima del ridículo en la reforma del Estatut

Una persona que se sienta en la mesa del Consell todos los viernes me contó lo impresionada que se sintió cuando vio una pintada en la que se leía: “Lerma, venut”. Y, a continuación, añadió: “Espero no encontrarme nunca una pintada similar en la que se acuse a este Gobierno de haber vendido a su tierra”. Que se sepa no ha aparecido ningún graffitien ese sentido acusando a Alberto Fabra. Todavía. Pero desde las filas socialistas, su portavoz en las Cortes Valencianas, Antonio Torres, ya ha llamado “traidor” al presidente. Algo grueso es el calificativo, pero ya se sabe que en política prima la brocha gorda sobre el trazo fino.

Fabra no es ningún traidor. Difícilmente se puede traicionar aquello en lo que no se cree o que, en función del cargo que se ocupa, se convierte en una creencia sobrevenida. En su etapa de alcalde de Castellón es seguro que la gobernanza de la autonomía nunca estuvo entre sus prioridades, ni entre sus inquietudes. La presidencia de la Generalitat, que le llegó de rebote, no lleva aparejados ni los sentimientos ni las convicciones. Es cierto que ha hecho un esfuerzo por tener una visión política más amplia de la que tenía; pero aún le queda. Recibió una herencia muy pesada en una de las peores épocas para el Consell y para el PP. El Gobierno de Mariano Rajoy tiene intervenidas las cuentas autonómicas y la dirección nacional de su partido le ha puesto a bailar la yenka con los casos de corrupción (“izquierda, izquierda / derecha, derecha”. “De este imputado se puede prescindir / de esta imputada, no”). Debe ser un sinvivir semejante esquizofrenia. Pero se la ha ganado a pulso. Justamente por ser estos tiempos difíciles es cuando más se echa en falta un político con temple y coraje. Dos características que no acaban de percibirse en Fabra por mucho que reivindique como un éxito esa decimita de más que ha logrado para el déficit autonómico. Si les han dado eso y más a los secesionistas catalanes, qué no le van a dar a quien, al menos en público, no deja ser Don-Alberto-Sí-Señor frente a Rajoy.

Esta aparente sumisión a los deseos del Gobierno central ha alcanzado las cimas del ridículo en la reforma del Estatut d’Autonomía que debería haberse debatido en el Congreso de los Diputados esta semana. Los socialistas han aprovechado la contradicción —una más— en que han caído los populares para ventear de inmediato que la oposición del PP le cuesta a la Comunidad Valenciana 500 millones de euros en inversiones y no sé cuántos puestos de trabajo. No es exactamente así. En puridad, no es así ni por asomo. La adicional que se pretendía aprobar obliga al Gobierno políticamente, pero no tiene porqué consignar esos millones en los presupuestos. Andalucía y Cataluña tienen en sus estatutos un apartado semejante y no han visto un euro de ese plus inversor que debían percibir en función de la población.

No son los 500 millones que hipotéticamente se han perdido lo más grave de este vodevil en el que al que a los del PP se les han caído todas las caretas y disfraces con que vestían su pseudovalencianismo. Mucho peor ha sido el descrédito que han sufrido las instituciones del autogobierno, Consell y Cortes Valencianas. El ninguneo a que han sido sometidas por el Gobierno central y la pasividad con que el PP regional lo ha aceptado ha vuelto a infligir una herida a la autonomía de pronóstico reservado. El aumento de los valencianos que ven en la liquidación del Estado de las Autonomías la solución al despilfarro y a la corrupción de la clase política (del PP, aquí) debería ser un motivo de reflexión profunda en el Consell si es que piensan que el autogobierno sirve para algo. Luego que nadie se queje si en una pared alguien pinta: “Fabra, venut”.

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