La misión de las barracas
Mientras se construyó el templo Vianney y la academia anexa, en 1953 se encerraba a los sin papeles en Montjuïc
Durante años lo vi cada día, formaba parte del recorrido entre mi casa y el IES Emperador Carlos donde estudié. Se trataba de un cartel de modesta y rectilínea letra, como la que nos enseñaban a rotular en los cuadernos de caligrafía de mi niñez: “Academia Vianney. Parvulario, 1ª Enseñanza, Comercio, Bachillerato, Escuelas Nocturnas, Idiomas, etc.” Ese anuncio que uno creía abocado a desaparecer con las primeras lluvias y que ahí sigue en esta Barcelona para sorpresa de todos. Como un recuerdo de la posguerra, anclado en la pared de la parroquia de San Juan María Vianney —en la calle de Melcior de Palau—, un púlpito que se hizo popular en 2007 por reclamar la misa en latín en un particular regreso al espíritu de Trento. El mismo templo que actualmente es considerado como “germinante” dentro de la dividida diócesis barcelonesa, que el año pasado vivió momentos tensos con la querella del arzobispado a la página web Germinans Germinabit que defendía con mucha vehemencia a los sectores más conservadores del catolicismo catalán. Para mí, la iglesia de la palma, pues en ella se realizaba la multitudinaria bendición de palmas y palmones infantiles el domingo de Pascua.
Esta parroquia fue un proyecto del siniestro obispo Gregorio Modrego, que en 1949 la mandó abrir inicialmente en unos bajos de la calle Alcolea. La elección del nombre no era casual, pues san Jean-Marie Vianney fue un capellán galo que en los primeros compases del XIX intentó recuperar todo aquello que se había perdido con la revolución francesa, razón por la cual se le considera el patrón de los párrocos. Como aquél, el obispado barcelonés consideraba un deber restablecer sus antiguos privilegios tras años de instrucción racional y sano ateísmo. Aquel mismo año se creaba el Servicio de Erradicación del Barraquismo, con que el ayuntamiento intentó establecer un censo de barracas a fin de reducir su número. Entonces, el templo dedicado a Vianney estaba muy cerca de uno de esos focos de chabolismo, ocupado hoy por calles como Robrenyo o Joan Güell. Era un centro ecuménico en primera línea del frente, situado en una barriada de tradición anarquista y junto a un núcleo de pobres mendicantes.
En Montjuïc se instalaron altavoces por toda la montaña, que llamaban constantemente a la oración
A principios de los años cincuenta, la prensa no hablaba de otra cosa que del problema de las barracas. Se acercaba la hora del Congreso Eucarístico Internacional de 1952, cuando obispos y cardenales de todo el orbe se darían cita en Barcelona, y el Régimen necesitaba esconder la miseria que se vivía a diario. Aquello provocó el traslado de barraquistas a barrios distantes como La Verneda o Can Clos, bien lejos de los actos convocados. Se hablaba de “exterminar las barracas” y de “limpiar la ciudad”. Aquel agosto derribaron un grupo de casas miserables del pasaje Calvell en el desaparecido barrio de Trascementerio —detrás del camposanto de Poblenou—, donde hacía dos años se habían instalado los damnificados por la catástrofe que tuvo lugar en el vecino pasaje Aymar, cuando un temporal inundó los domicilios situados junto a la línea de costa (un problema que se repetía cada año en el Pequín, el Camp de la Bota, la Mar Bella o el Somorrostro). La dictadura sólo permitía hablar abiertamente de barraquismo a la Iglesia, que con su proverbial paternalismo aprovechaba la coyuntura para hacer caridad a cambio de sumisión. Ejemplo de ello fue la Santa Misión de 1951 que, como escribió Marcos Ordoñez, fue “Un auto de fe a escala ciudadana, que llenó las calles de frailes instando a la conversión de los pecadores”.
En Montjuïc se instalaron altavoces por toda la montaña, que llamaban constantemente a la oración. La llamada Misión de las Barracas se centralizó en San Juan María Vianney, de donde partió una gran procesión para visitar aquellas calles de chabolas y chamizos. Ese mismo año se estrenaba en los cines Almas en lucha, película de Marcel Blisténe sobre la vida y milagros de Vianney. También se ordenaba el cura obrero Pere Lapostolet, que durante un tiempo fue vicario de esta parroquia antes de dedicarse por completo a los pobres. Poco después, el obispo Modrego ponía la primera piedra del templo actual frente a Can Mantega, una antigua finca agrícola con una gran mina de agua que en 1869 sirvió para abastecer las cuatro primeras fuentes públicas que tuvo la entonces localidad independiente de Sants. Una de ellas era de carácter monumental y estaba situada en el centro de la plaza del Mercado (ahora la plaza Huesca), que en 1880 fue sustituida por un conjunto escultórico de Agapito Vallmitjana rematado por un querubín. Cuando se construyó el actual mercado de Sants, la fontana fue trasladada a la plaza de Víctor Balaguer (la intersección entre la Rambla de Badal y la carretera de Sants), donde se encontraba el viejo ayuntamiento de la población. Allí se hizo famosa como la fuente del Niño, hasta que en 1969 aquel lugar fue borrado del mapa por la apertura del primer Cinturón de Ronda y fue trasladada a este lugar.
Mientras se construyó el templo y la academia anexa, en 1953 se creó el infame Centro de Clasificación de Indigentes, en el Palacio de las Misiones de Montjuïc, donde fueron encerrados mendigos y emigrantes que llegaban a Barcelona sin papeles. Y en 1957 se celebró la Semana del Suburbio —organizada por el obispado—, que calculó en diez mil las barracas que había en la ciudad, cifra que casi se duplicó en la siguiente década. Todavía el censo de 1982 contabilizaba mil domicilios de autoconstrucción, hasta que en 1990 —ante la inminencia de los Juegos Olímpicos—, se declaró erradicado el barraquismo en Barcelona. De aquel período vergonzante apenas queda esta caligrafía.
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