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Un tango a la cara B de la Gran Vía

El porteño Acho Estol, uno de los grandes referentes de la música argentina, dedica su nuevo disco a la calle del Desengaño

El músico argentino Acho Estol, durante una de sus actuaciones.
El músico argentino Acho Estol, durante una de sus actuaciones.nicolás foong

A la espalda misma de la Gran Vía, entre Valverde y la plaza de los antiguos Cines Luna, transcurre una calle que jamás aparece en las guías turísticas. Apenas medio centenar de metros la separan de la opulenta arteria principal, pero la pompa, los neones y el trasiego de aquella encuentran aquí su envés, una cara B de mugre, puterío barato, desesperanzas en busca de alguna dádiva con forma de moneda, miradas que se cruzan apresuradas y torvas. Un lugar poco inspirador para cualquier poeta, salvo si este domina las coordenadas del tango y el lumpen. La calle del Desengaño ha titulado Acho Estol, uno de los más reputados hacedores de canciones junto al Mar de la Plata, su más reciente criatura discográfica. Y sí, hablamos del mismo lugar: la vía turbia y destartalada del centro madrileño hace fortuna estos días en los anaqueles de las tiendas bonaerenses.

Horacio Estol tiene 49 años, es porteño en ejercicio y sus prodigiosos tangos son objeto de estudio literario en las escuelas de psicoanálisis, pero dos décadas atrás estuvo asentado en Madrid. Y no puede decirse que le fuera mal: aquí conoció a la que hoy es su pareja sentimental y artística, la también argentina Dolores Solá, que decidió abandonar a un actor de apellido ilustre para abrazar su estampa afilada, hirsuta y de mirada intrigante. De chicos, en Buenos Aires, Lola y Acho vivían a dos cuadras de distancia, pero tuvieron que esperar a conocerse 10.000 kilómetros más allá; tanto ese detalle como que el actor de apellido ilustre popularizara después un cóctel bautizado ¿Dónde está Lola? servirían como argumento, seguramente, para un par de canciones con deje arrabalero.

Las 18 que integran La calle del Desengaño lo tienen, y basta solo con leer algunos de sus títulos (Es o fue mi amigo, Bailando a ciegas, Vals de los pobres, Los Le Mans del policía, Beibi) para comprenderlo. En todas ellas, la céntrica vía capitalina ejerce una especie de ascendencia, a modo de hilo conductor. “Tal vez el madrileño no lo note”, apunta Estol en conversación trasatlántica, “pero que una calle angosta, mugrienta, llena de prostitutas viejas y locutorios oscuros donde los africanos hacen promesas a sus familias distantes se llame Calle del Desengaño es algo que sobrepasa la ironía. Eso entra en el terreno de la tragedia poética”. Y esa caminata dramática por las turbulentas historias del álbum desemboca, inevitablemente, en Ese bar, última pieza de la obra y acaso la más deslumbrante a nivel literario: “Si no les gusta tu pinta, la atención se pone lenta / te envenenan la polenta, te fusilan por si acaso / y el importe del balazo te lo ponen en la cuenta”.

No son los bares, con todo, lo que más extraña Estol de sus años en la meseta ibérica. “Claro que me gustaría ciertas noches bajar al Candela de principios de los noventa y escuchar a Sorderita, o tomar un fino en Los Gabrieles”, rememora, “pero, como pasa en todas las ciudades, algunas de las cosas que uno más añora ya no están”. Desde la distancia oceánica se apuntaría ahora mismo “a un picnic en el Parque del Retiro, cerca de unos macarras que tocan desafinado temas de Estopa”, o a un repaso por sus salas favoritas del Prado y el Reina Sofía. Pero la visita, por ahora, habrá de aguardar. Y las esperas bien merecen un suspiro: “Lástima que no sea posible enfilar un callejón de Buenos Aires que desemboque en Malasaña, como en el cuento de Cortázar sucede con París”.

Lola y Acho, Solá y Estol, se han hecho hueco en la historia de la música popular con La Chicana, una banda de tango posmoderno que ha dejado algunos discos inexcusables (Lejos, Revolución o picnic y, sobre todo, Tango agazapado) para quienes no confunden la actualización del género con la inclusión de farfolla electrónica. Los dos, sin embargo, se conceden paréntesis solistas para dar rienda suelta a las facetas más divergentes de sus personalidades. En Estol anida, por ejemplo, todo un Tom Waits de San Telmo. “La Chicana siempre tiene propiedad”, aclara, “pero cuando Lola encuentra un tema muy masculino, oscuro o rockero, queda en el cajón para mi próximo solista”. Es una pena que, por ahora, los quebrantos económicos de este viejo y achacoso continente dificulten una próxima visita de Acho, en formato chicanero o propio: La Chicana frecuentó nuestros escenarios el anterior lustro, pero ahora enfoca sus mejores esfuerzos hacia Sudamérica y el mercado asiático. “Ese modelo neoliberal, conservador, paranoico e injusto que por inercia predomina en Europa ya no sirve, o solo sirve a unos pocos. Y lo malo”, resume Estol, “es que les puede llevar unos años quitárselo de encima…”.

Al menos nos quedan los discos, en formato tangible o de inaprensible volatilidad digital, aunque ni siquiera sobre la vigencia del soporte fonográfico las tiene Acho todas consigo. “La violación de los derechos de autor por el avance de las tecnologías tiene un impacto cuyas consecuencias todavía no podemos evaluar”, avisa. “Creo que tiende a dejarnos sin creadores, nos condena al eterno cover, a la eterna banda tributo. Y hemos perdido ilusión: era lindo no tener un disco y buscarlo hasta conseguirlo; no poder ver una película y finalmente encontrar que la reponen en un sábado trasnoche”.

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Ya ven: el autor de La calle del Desengaño y padre putativo de tantos personajes grotescos, patéticos o desamparados es, en el fondo, un sentimental. “Por supuesto”, concede, “pero lo reprimo muy bien. Soy un romántico perdido. Pero un final feliz no puede serlo si no hay impurezas químicas, arideces y desencantos”.

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