La ‘flamarada’, la magia y la realidad
Voces como la de Castells han alertado sobre la excesiva carga sentimental del debate soberanista
En algunos medios del independentismo catalán se inició hace unos meses una polémica acerca de si la lengua castellana debería ser oficial en el futuro estado catalán. El debatesigue abierto, en particular en algunas redes sociales por internet. Uno de los aspectos más interesantes del intercambio dialéctico es que quienes participan en él parecen animados por la absoluta certeza de que habrá estado catalán independiente en un plazo relativamente próximo.
Esta certeza pasa por encima de las obvias dificultades del devenir político diario para convertir la idea en realidad. A algo de esto se refirió el ex consejero de Economía de los gobiernos de izquierdas, Antoni Castells, en un debate celebrado un mes atrás en el Ateneo Barcelonés cuando expresó su temor de que la actual coyuntura política catalana esté marcada por un empacho de sentimentalidad que nuble la percepción de quienes tienen la responsabilidad de dirigirla. Castells alertó sobre el riesgo de que el país se deslice hacia otro de los episodios de flamarada emotiva de los que hay sobrados ejemplos en su historia. Porque se trata de episodios que han terminado mal.
El ex dirigente socialista temía que esta deriva se esté produciendo en detrimento de la racionalidad imprescindible para llevar a cabo las grandes operaciones políticas. Tanto si se toma el proyecto mínimo, el de un pacto fiscal entre la Generalitat y el Gobierno de España, como el intermedio que vendría a representar la propuesta federal, como el objetivo máximo que sería la creación de un estado catalán asociado al español en la Unión Europea, resulta que en todos los casos se trata, en realidad, de poner fin al actual régimen político español. Algo que no afecta solo a los catalanes. Cambios de esta entidad no se producen por el mero conjuro de quienes los deseen, vino a decir Castells. Otros participantes en el debate hablaron aquel día de conceptos como el de correlación de fuerzas, que parecían sonar a chino a la parte de la audiencia para la cual, simplemente, la cuestión consiste en que Cataluña se vaya de España. Y ya está.
Una muestra de esta creencia, que tira más bien a mágica, la deparó la semana pasada uno de los propagandistas del independentismo, Salvador Cardús, cuando, en una entrevista en la televisión catalana en la que se le requería su opinión sobre la ley Wert como sociólogo experto en enseñanza dio por sentado que este proyecto no llegará a aplicarse en Cataluña. Porque cuando se apruebe, dijo, ya estaremos lejos de “todo esto”. Se daba por entendido que todo esto era el Estado español.
Algunos independentistas piensan que, llegado este momento, el Gobierno español se abriría a negociar para evitar la proclamación
La idea expresada por Castells en el Ateneo fue que en la actualidad el máximo común denominador de quienes quieren el autogobierno de Cataluña es el acuerdo sobre la celebración de una consulta sobre el futuro de Cataluña. Un acuerdo que concita una mayoría de 104 de los 135 diputados que componen el Parlament. Si este es el común denominador, esto es lo que hay que perseguir. Para que esta consulta sea significativa tiene que ser legal y para serlo debe ser negociada con el Gobierno de España. Se trata de un objetivo suficientemente difícil como para no distraer esfuerzos en otras direcciones. Si se consigue su convocatoria habrá que ver cuáles son las opciones a plantear. Y el voto en ella dependerá que cuáles sean las alternativas. Por ejemplo: la eventualidad de quedar fuera de la UE significa dar un argumento poderosísimo a los partidarios del statu quo.
En contra de este planteamiento parece que se está imponiendo la idea de que no podrá haber consulta legal, porque el Gobierno español ni la quiere ni va a entrar a negociarla con el de la Generalitat. Y paralizará en el Tribunal Constitucional cualquier medida legal que la Generalitat adopte con esta finalidad. La opción que barajan los independentistas, en particular los de Esquerra Republicana, que tienen en sus manos la estabilidad parlamentaria del Gobierno catalán, es entonces que Mas disuelva el Parlament, convoque nuevas elecciones y los partidos independentistas las conviertan en un plebiscito. CiU y ERC acudirían a ellas con la propuesta de que, si obtienen una mayoría suficientemente clara, que cifran entre 80 y 90 diputados, el nuevo parlamento realizara una declaración de independencia.
Algunos independentistas piensan que, llegado este momento, el Gobierno español se abriría a negociar para evitar la proclamación. Pero hay riegos muy grandes, de los que provocan vértigo. Un planteamiento así podría hacer estallar la coalición de CiU, incluso antes de las elecciones. Llegado el caso, podría partir en dos al PSC. Y quizá también a Iniciativa Verds-EUiA. Y entonces se habría acabado la flamarada.
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