Liderazgo político
El jefe del Consell no encaja precisamente en el perfil de la autoridad carismática
Puede ser una lástima que Alberto Fabra haya renunciado a su entrenador personal para mejorar las dotes de liderazgo. Podríamos estar ante una de las mejores inversiones de la Generalitat, ante los 20.000 euros mejor gastados por los valencianos. ¡Total, con lo que se ha despilfarrado en nuestro nombre! A nadie se escapa que el jefe del Consell no encaja precisamente en el perfil de la autoridad carismática que teorizó Max Weber, aquella que no se pone en cuestión debido a la influencia de la personalidad del gobernante. Fabra desempeña una autoridad legal, derivada de normas democráticas, aunque no se haya visto legitimado en las urnas, ya que fue nombrado “por fax”, como recuerda a menudo la oposición, para sustituir a Francisco Camps cuando se derrumbó su liderazgo, socavado por la corrupción, a poco de comenzar la legislatura.
Fabra es un presidente atrapado en una situación complicada y un buen coaching, quién sabe, tal vez le hubiera dado el coraje de hacer de líder. Para disolver, por ejemplo, las Cortes Valencianas y convocar elecciones anticipadas. Es una competencia que se incorporó al Estatut d'Autonomia en 2006 y que, al parecer, nadie tiene intención aquí de ejercer nunca. Es verdad que Artur Mas lo hizo en Cataluña hace unos meses con resultados bastante desastrosos. Pero en la circunstancia valenciana plantea algunas ventajas. Permitiría singularizar el problema de financiación de la Administración autonómica, que recorrerá, en caso contrario, los mediocres senderos de toda negociación del sistema para acabar corrigiendo a medias la injusticia. Pillaría a la oposición por sorpresa, con la casa sin barrer y los carteles electorales pendientes de las primarias. Daría al PP la oportunidad de confeccionar candidaturas limpias de corruptos y descargaría el hemiciclo del peso insoportable de tantos imputados que se acumulan en los escaños del partido gobernante...
Pero, como diría la profesora de baile de una memorable serie televisiva de los años ochenta, “la fama cuesta, y aquí vais a empezar a pagar, con sudor”. Todo liderazgo tiene sus riesgos. Y actuar por libre, desobedeciendo a Rajoy, otro personaje carismático, no es el menor en este caso. Además, tal como reflejan las encuestas, la opinión pública sufre una mutación espantosa para cualquier político tradicional. Como explicaba el profesor Antonio Alaminos hace unos días en este periódico, solo la cocina a la que someten las empresas demoscópicas los sondeos suaviza el descalabro de los dos partidos mayoritarios. Quiere eso decir que el enfado de la ciudadanía con el sistema es más grave de lo que parece y que el malhumor electoral amenaza con un terremoto de proporciones épicas.
Es curioso que en los dos partidos clásicos, digo del PP y del PSOE, tiendan sus dirigentes a hacer cálculos sobre el alcance del castigo para convencerse a ellos mismos de que todavía salvarán los muebles. No contemplan las encuestas como la película de un alud que se cierne sobre sus cabezas sino como un aviso para tentarse la ropa y afianzar las sillas y los cargos. La grieta que se abre en la opinión pública, sin embargo, no surge del pulso habitual entre la izquierda y la derecha sino de todo un choque de placas entre lo viejo y lo nuevo. Los desperfectos hoy no pueden preverse, precisamente porque la situación es muy incierta. No puede haber escenario más disuasorio para un aprendiz de líder como Fabra. A falta de consultar a su frustrado consejero en dirección de grupos humanos, el presidente preferirá arrastrar hasta el final, al frente de una Administración arruinada, una mayoría absoluta sometida al dictado de Rajoy, empapada de escándalos y trufada de corruptos.
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