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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

25 zapatos en el balcón

Ciutat Vella es uno de los distritos con mayor diversidad, donde atacar a los extranjeros equivale a castigar a los pobres

Ciutat Vella suele ser una caja de resonancia de problemas que afectan al conjunto de la ciudad de Barcelona. Por razones históricas y de centralidad geográfica y simbólica, cualquier debate sobre el distrito suscita vivas reacciones, como tras la reciente modificación de su Plan de Usos.

A priori, unos cambios que pretenden “equilibrar los usos residencial, comercial y turístico, mantener la masa residencial del distrito y evitar la especialización turística” deberían poder generar consenso entre distintos agentes sociales. El problema, como siempre, recae en los matices. Para unos, el plan favorece la creación de nuevos hoteles en un distrito que ya sufre una excesiva presión turística. Para otros, en cambio, conviene dinamizar la economía de un barrio cuyo principal problema sería la inmigración. Exceso de hoteles, para unos; exceso de extranjeros, para otros. ¿Son estos los problemas fundamentales de Ciutat Vella?

El turismo es una fuente indudable de actividad económica, pero es legítimo preguntarse por su impacto sobre el valor intangible de ese proyecto colectivo que es siempre una ciudad. También resulta complicado cuantificar el número sostenible de hoteles que un determinado espacio puede soportar. Sin embargo, parece razonable cuestionar los efectos sobre un barrio que, con el 4% de la superficie de la ciudad, acoge el 26% del total de camas hoteleras.

La inmigración internacional en Barcelona es un fenómeno reciente y de rápida implantación que nace de los años de bonanza económica

Al final, el argumento de la creación de empleo se agota si a medio plazo el sistema rompe el equilibrio que le ha permitido aflorar. Alguien debería escuchar las quejas de una parte del sector turístico ante la evidente tematización del centro histórico que, además de crear problemas prácticos, supone la destrucción de la complejidad de usos y poblaciones que garantiza el buen equilibrio entre forma física y salud democrática de una ciudad.

Que Ciutat Vella es uno de los distritos más diversos de Barcelona tampoco escapa a nadie. Pero cuando Alberto Fernández Díaz advierte de que si no se cambia el rumbo, la inmigración expulsará a la población autóctona del barrio y “cada vez habrá más extranjeros” está faltando a la verdad y cometiendo una irresponsabilidad. La inmigración internacional en Barcelona es un fenómeno reciente y de rápida implantación que nace de los años de bonanza económica, de manera que, con la crisis, se pone coto a la inmigración. Es verdad que algunos barrios de Ciutat Vella ostentan elevados índices de población extranjera, pero en vez de alimentar el estigma contra el diferente deberíamos preguntarnos cuáles son las claves para que, en una ciudad sin experiencia previa de inmigración global, 20 años de convivencia de tantas nacionalidades en un espacio reducido no hayan provocado ningún conflicto remarcable.

El argumento más plausible es la misma diversidad de comunidades existentes y el no predominio de ninguna, cosa que obligaría a negociar espacios y recursos en un marco común de convivencia. No se trata de promover una visión romántica de la diversidad cultural, sino de reconocer la realidad existente en nuestros barrios y entender, como hace el geógrafo Ash Amin en Tierra de extraños, que el extranjero no es un amigo ni un enemigo, sino un ser constitutivo de la condición humana en unas sociedades cada vez más plurales.

Pero ¿molestan los extranjeros por diferentes o por pobres? La inmigración es siempre un síntoma de la desigualdad del mundo y su concentración en determinados barrios tiene razones fundamentalmente económicas. Aquí, una vez más, la vivienda explica muchas cosas. En el Raval, por ejemplo, los pisos son más pequeños, más antiguos y mayoritariamente de alquiler, pero además el 60% de sus viviendas son ocupadas por seis o más personas, el doble que la media de la ciudad.

Cada vez más, la pobreza en casas precarias y superpobladas empieza a ser visible en espacios fronterizos como el porche, la portería o el balcón donde, alguna noche, pueden llegar a contarse hasta 25 zapatos. Son síntomas de la exclusión social de un barrio que exhibe algunos de los peores valores en desempleo, el nivel de estudios o la esperanza de vida.

Así, en la mayoría de los casos, atacar a los extranjeros equivale a castigar a los pobres. El debate de fondo que plantea Ciutat Vella es, pues, la cuestión universal de la tensión entre raza y clase social.

Judit Carrera es politóloga.

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