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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El espejo de mano

Perder el móvil implica una condena al extrañamiento, la expulsión del mundo

Cuatro personas miran sus móviles de última generación en Sevilla.
Cuatro personas miran sus móviles de última generación en Sevilla.JULIÁN ROJAS

Los teléfonos antiguos eran para hablar, los nuevos son para palparlos y mirarlos. En el bar donde estoy, asomado a una playa en la frontera entre Málaga y Granada, hay tres personas en una mesa de cinco que miran al teléfono y mueven el dedo sobre el teclado con un automatismo de tic. Dos niños, en otras mesas, se entretienen con pantallas que me recuerdan a la pizarra que tuve en mi año de colegio de monjas, en la calle de las Tablas, antes de trasladarme doscientos metros más abajo, a los Maristas, once años en total de educación católica. Oí el otro día a un adolescente decirle a su madre que no entendía cómo se podía vivir antes de que existieran los teléfonos móviles: ¿cómo quedaba la gente para verse? Era incapaz de imaginarse la vida en tiempos de esos negros y policiacos armatostes telefónicos que todavía salen en las películas, cuando casi nadie tenía teléfono.

¿Quién se imaginaba, ni siquiera en los tiempos de los teléfonos de plástico de colores (blanco sucio, gris funcionarial, celeste cianótico y rojo atómico) un aparato semejante al móvil? Los teléfonos servían antes para hablar a distancia, o incluso, quizá, para verse a distancia: Marcel Proust ya imaginaba hace un siglo “el fototeléfono del porvenir”. Pero ¿cómo prever un aparato que cabe en la mano y, cuando lo estás usando, nadie sabe si escribes, lees, estudias una carrera, apuestas, juegas, meditas, rezas, compras, vendes, das limosna, buscas una palabra en la enciclopedia, visitas un museo, inventas un nuevo programa que le dará al teléfono un uso aún más inconcebible, ves o haces una película o una foto, o estás espiando a alguien? ¿Quién podía imaginarse un teléfono con el que no se habla?

Hace un par de semanas, el día de San Valentín o de los Enamorados, en el mismo bar, me asombró una pareja que incluso había encargado unas rosas blancas para adornar la mesa. Cada uno pasó la noche concentrado en su móvil, tecleando, y quizá los dos estaban contándole a alguien la cena maravillosa. O los dos estaban poniéndose mutua y solidariamente los cuernos con cara de felicidad. Tiene Federico García Lorca un soneto, El poeta habla por teléfono con el amor, que empieza: “Tu voz regó la duna de mi pecho / en la dulce cabina de madera”. Hoy el mundo entero es una cabina telefónica. “Dulce y lejana voz por mí vertida. / Dulce y lejana voz por mí gustada”, dice el poeta. En la mesa de mis enamorados del día San Valentín no se oía ni una voz y estaban funcionando dos teléfonos.

Alguien en algún sitio, quizá en otra ciudad y en otro bar, o en el mismo, quién sabe, compartía en ese momento la vida de aquel hombre y aquella mujer sumergidos en sus móviles como quien se mira en un espejo de mano. El pianista Glenn Gould prefería las relaciones por teléfono, las largas, íntimas, oscuras e irreales conversaciones nocturnas por teléfono. El miércoles 27 de febrero la mar estaba intranquila. A cien metros de la playa empezaban a romper las olas. Por la noche cayó una tormenta de agua, truenos y relámpagos, y a la mañana siguiente un dios electrónico decretó que los móviles no tuvieran cobertura durante un rato. Era el principio de un fin de semana infinito y, sin móvil, el día de fiesta que duraba noventa y seis horas podía convertirse en una pesadilla de aburrimiento eterno, lo infernal inimaginable. Entre el nublado que iba y venía, me pareció grave la amenaza de vivir sin móvil un tan desmesurado día de fiesta. ¿Perder el móvil implica una condena al extrañamiento, la expulsión del mundo, el destierro a un sitio donde no se puede quedar con nadie ni hacer nada? No tengo móvil, pero supongo que así será para el adolescente que no entendía la vida sin él.

Había amanecido con los montes nevados y las carreteras cortadas, según había visto yo desde mi ventana y me contaban los viajeros. Una niña de tres años iba de mesa en mesa haciendo fotos. Otra, no mucho más grande, miraba el teléfono con una fijación que me recordó lo que acababa de contarme una traductóloga eminente: su mejor alumna, después de sopesar todas las dificultades que debía vencer hasta alcanzar su vocación, le había confesado que, a su juicio, la vida no tiene sentido. Veo a tanta gente mirando en el fondo del móvil como si se buscaran a sí mismos en la superficie de un pozo y me acuerdo del príncipe Hamlet con su calavera en la mano, mirándola y meditando si es o no es. El bar estaba lleno.[PIEPAG]

Justo Navarro es escritor. Su última novela publicada es El espía (Anagrama).

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