La corrupción y sus remedios
Es imprescindible que se vigile mucho mejor a los vigilantes
La corrupción es un fenómeno antiguo y extendido por todo el mundo que ha suscitado la atención de muchos científicos sociales y la condena de responsables políticos de todas las corrientes. Pero ni con eso se ha podido eliminar. Al revés, está aumentando en las últimas tres o cuatro décadas.
Quizá esto ocurra porque a la hora de ponerle remedios se mira más a las creencias o prejuicios ideológicos de cada uno que a los hechos o a lo que hacen los países menos corruptos.
Así, desde hace unos años predomina la idea de que la corrupción es algo propio del sector público, que es mayor cuanto más amplia es su presencia en la vida social y que, por tanto, lo que hay que hacer para acabar con ella es reducirla a su mínima expresión.
Es una idea liberal que cala hondo pero que no casa bien con los hechos. Multitud de casos, como los de Enron, las eléctricas españolas, las agencias de calificación o los bancos que a base de estafas provocaron la crisis actual, demuestran que se da también, y en gran medida, en el ámbito privado.
También me parece evidente que la corrupción se ha disparado en los últimos años precisamente en los países, como Rusia y otros del este de Europa, que han sustituido economías con gran peso del estado por otras dominadas por el mercado, o en donde se ha llevado a cabo un gran número de privatizaciones. Y también suele suceder que la inmensa mayoría de los países que en todos los indicadores aparecen como los menos corruptos (en 2012, Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Suecia..., según Transparency International) están a su vez entre los que tienen mayor volumen de gasto público en relación con su PIB, o entre los que tienen más empleados públicos en relación con su población activa.
Por tanto, no es nada riguroso afirmar que por el simple expediente de reducir la actividad del sector público o el número de empleados públicos, como últimamente se viene proponiendo también en España, vaya a eliminarse la corrupción que padecemos.
En lugar de partir de premisas ideológicas, sería mejor aprender de quien lo hace bien. De Finlandia, por ejemplo. Paula y Seppo Tiihonen dan diversas razones para explicar que en su país haya pocos casos de corrupción. Entre ellas, la igualdad alcanzada, el prestigio y buena remuneración de los funcionarios, la financiación pública de los partidos, la transparencia, el deber de justificar públicamente los motivos de las decisiones, el poder del defensor del pueblo, la estructura de decisión colectiva y colegiada, o la independencia personal y responsabilidad propia.
En cualquier caso, no bastaría con todo eso para acabar con la corrupción. Debe haber leyes que impidan que los gobiernos proporcionen a los corruptos las armas con las que cometen su crimen. Es una aberración que el Estado español sea el que proporciona las líneas de teléfono a Gibraltar para que los corruptos blanqueen allí su dinero, que se promulguen leyes como las del suelo sin que una autoridad independiente evalúe su impacto real, o que el gobierno de turno pueda privatizar riqueza pública sin contrapoderes que calibren cómo se hace y los costes y beneficios que eso conlleva para la sociedad.
Los paraísos fiscales, el secreto bancario y la plena movilidad de capitales son los factores que han alentado y permitido la corrupción a gran escala. Sin ellos, los corruptos serían más fácilmente acorralados; mientras existan, siempre quedarán a salvo los beneficios de sus fechorías. Hay que acabar con ellos.
También es imprescindible que haya un sistema punitivo y de rendición de cuentas que funcione. Y que se vigile mucho mejor a los vigilantes: no puede ser que los inspectores del Banco de España denuncien el comportamiento pasivo y complaciente de sus directivos y que nadie actúe contra éstos. Es una broma decir que se combate la corrupción mientras tantos delitos de esa naturaleza terminan prescribiendo; cuando tan generosamente se viene indultando a cientos de políticos, empresarios y banqueros corruptos, jueces prevaricadores, defraudadores o narcotraficantes; o cuando hay docenas de miles de personas estafadas por la banca y ni un solo banquero en la cárcel.
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