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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El verso de siempre

“La misma noche que hace blanquear los mismos árboles, / nosotros, los de entonces ya no somos los mismos”. Si no los reconoce de entrada, seguro que al lector le suenan estos versos, a partir del segundo, particularmente, a partir de “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, porque a partir de él cierta gente de cierta edad suele hacer bromas, sobre todo si manejan copas de vino negro, propicio a la ensoñación diurna, al relativismo y a una leve y grata autoindulgencia. Sí, esos versos le suenan, por lo menos la cadencia, porque usted los leyó, como todo el mundo: pertenecen al libro de poemas más exitoso de la lengua española, que es Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda.

Cuando los poetas fallecen, y en general cuando fallece un famoso escritor, la difusión de su obra se contrae y paraliza, como si a falta del autor la obra perdiese también vitalidad, y pasa por un “purgatorio” del que tal vez al cabo de unos años, al paso de una generación, vuelva a emerger “con oro entre las manos” como en el verso de Crespo. De esa ley general, de ese lapso de purgatorio, la gran excepción, la excepción absoluta, es precisamente ese poemario de Neruda, que sigue conmocionando a generaciones incesantes de lectores románticos y enamorados, tal vez porque al leer “puedo escribir los versos más tristes esta noche”, el joven lector, el romántico lector, de verdad cree que puede escribirlos, y de hecho siente que los está escribiendo, en su mente. “Claro que puedo escribirlos”, se dice, “¡cómo que los estoy escribiendo ya!”.

Imagen de Viento Sur, de Manuel Sonseca.
Imagen de Viento Sur, de Manuel Sonseca.

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. El verso enuncia una verdad irrefutable, cualquier lector “siente” que es cierto lo que dice, aunque no menos cierto es que cualquier lector “siente” también que, en el fondo, digan lo que digan la ciencia, las teorías, los poetas, la evidencia y todo lo demás, él sigue siendo el mismo, y lo seguirá siendo mientras le quede memoria, mientras conserve frescos un número de recuerdos que le ponen en contacto con “el” y “los” de entonces, en esa misma y permanente noche alucinante que hace blanquear los mismos árboles. Leí, no recuerdo dónde, que cierto matrimonio de ancianos que durante toda su vida se habían llevado muy mal, peleándose y discutiendo cada día, acabaron contrayendo —ella y él— el mal del Alzheimer, y ya no se reconocían el uno al otro cuando se cruzaban por los pasillos de la residencia o en el comedor, pero la mujer todavía alcanzaba a recordar vagamente que le tenía inquina a aquel hombre ahora desconocido, y de vez en cuando le abordaba para espetarle: “Eres un imbécil porque… porque…”. Y la invectiva quedaba interrumpida: ya no recordaba, la pobre, por qué aquel sujeto era un imbécil. Parece triste la anécdota, pero todo depende del color del cristal con que se mire y yo imagino que el viejo, si tenía un espíritu positivo, constructivo, se sentiría confortado al constatar que ellos, los de entonces, seguían siendo los mismos, o casi: los mismos en la inquina, los mismos en el desprecio…

Pese a la ciencia y los poetas, uno siente que sigue siendo uno mismo

Es público y notorio que cada siete años todas las células de nuestro cuerpo han sido reemplazadas, de manera que en el aspecto celular, nuclearmente físico, nadie es igual a sí mismo. He leído que nos acordamos de nuestra propia vida a jirones, a harapos, como de las novelas o las películas, que recordamos de ellas una atmósfera general borrosa, algunas escenas. Yo me avengo a esta idea, qué remedio, pero encima solo me faltaba tomar conciencia de la llamada “falacia del fin de la historia”. Daniel Gilbert, psicólogo en Harvard y autor del bestseller mundial Stumbling on happiness (Tropezar con la felicidad, ed. Destino), publicó el pasado día 4 de enero The end of the history illusion, un exhaustivo estudio sobre este tema en la revista Science. A cualquier edad, sea la que sea, afirma Gilbert, las personas actúan como si la historia las hubiera formado y concluido, dejándoles en su forma actual. “No es que no nos demos cuenta de que los cambios ocurren, porque a cualquier edad que tengamos, todos admitimos que en los últimos 10 años han cambiado en nosotros muchas cosas”, dice Gilbert. “Todos tenemos la sensación de que el desarrollo es un proceso que nos ha llevado hasta el punto en el que estamos, y que ya estamos formados”. Atribuye esa ilusión errónea a dos factores: el primero, es que para nosotros es cómodo creer que nos conocemos y que el futuro es predecible. Esto nos ayuda a creer que el presente es permanente. El otro factor es la debilidad de nuestra imaginación: simplemente, es más difícil imaginar el futuro que recordar el pasado.

En mi modesta opinión, esta “ilusión del fin de la historia” es un argumento muy serio para no discutir jamás con nadie, ni prestar ni la menor atención a las opiniones de los demás. Ni a las propias. Es lo de Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad: la tuya, guárdatela”. Sí, porque mañana tendrás otra y yo también. Yo le diría a usted que, en consecuencia con lo leído, no haga caso de lo dicho en estos párrafos. Y aún diría más: no haga ni siquiera caso de no hacer caso, créame.

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