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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Pasadizos obreros

Vivienda barata del XIX, quedan algunas, reductos de un estilo de vida abierto al sol

El Pasaje Pons, en la Torrassa (L’Hospitalet), uno de los postreros vestigios de esta particular tipología de viviendas.
El Pasaje Pons, en la Torrassa (L’Hospitalet), uno de los postreros vestigios de esta particular tipología de viviendas.

Hubo una época en la que los trabajadores vivían en una ciudad de topos, en la que eran frecuentes los pasadizos. Pared por pared con el lugar donde yo nací había uno de esos túneles secretos. Se accedía por una reja que daba paso a un largo pasillo, al final del cual se encontraba una placita presidida por un gran pino. Alrededor del árbol se arracimaban media docena de casitas de una planta, decoradas con macetas de flores y cortinas hechas de chapas de botella, habitadas por un pequeño vecindario de gente humilde. En la misma calle Ventura Plaja —en el número 23—, junto a la casa de mi abuela había otro de estos pasadizos, creo que todavía en pie. Y en el pasaje Escuder con Canalejas, o en las calles de Jocs Florals, Joan Güell y Roger había más. Quedaban como un rescoldo de cuando toda esta zona había sido el primer destino de las empresas fabriles desahuciadas del Raval tras el derribo de las murallas barcelonesas. Junto a las muchas chimeneas que pespunteaban nuestro paisaje, eran para nosotros una seña de identidad.

El pasadizo era un tipo de vivienda barata propia del siglo XIX, emparentada con los cottages ingleses de Manchester, los barracones de patio de los ingenios esclavistas cubanos, las vecindades mexicanas, los conventillos de la América austral o los corrales madrileños. En la Barcelona decimonónica también se construyeron en otras partes, como en el Raval donde hasta hace poco aún quedaba uno de ellos en el número 25 de la calle Sant Vicenç. Pero el barrio donde se hicieron más populares fue en Sants, donde aún se conserva uno en la calle Jaume Roig, 14-16; otro, en Bassegoda, 57, y otro más en el número 17 de la calle Robrenyo.

Recuerdo haber jugado de pequeño en aquellos tranquilos pasajes particulares, que durante el día solían tener abierta la reja de la calle. En ellos se podía jugar a fútbol o a cualquier otra cosa, sin miedo a ser atropellado por un coche. Los vecinos plantaban largas mesas en ellos para celebrar cumpleaños y bautizos. Y al mediodía, gozando del calor y de las paredes encaladas, no menos de dos docenas de gatos dormían la siesta en sus alrededores. Para aquellos que nos encajonábamos en domicilios más modernos e impersonales, vivir en un pasillo representaba tener casa de campo en plena ciudad. No obstante, si uno quería ver una buena colección de esta clase de construcciones debía cruzar la vecina frontera de la Riera Blanca.

Fueron populares

Hasta mediados del siglo XIX, las barriadas de la Torrassa y Santa Eulalia eran viñedos y olivares, donde los habitantes de Sants solían tener sus parcelas para celebrar banquetes y costilladas. Ya entonces eran unos terrenos que tenían más relación con Barcelona que con L’Hospitalet. Pero en 1902 se aprobó el primer proyecto de urbanización, pues la zona se había cubierto de barracas ocultas entre los desperdicios tóxicos que arrojaban las industrias de azulejos y de vidrio. No había servicios de ninguna clase y apenas existían unas cuantas fuentes de agua potable. El barrio crecía: entre 1900 y 1930 pasó de 300 a 22.000 habitantes, la mayoría llegados de Murcia, Almería, Huesca y Castellón, para trabajar en las fábricas, en la construcción del metro y en la Exposición Universal de 1929.

Los primeros pasillos de la Torrassa —aquella Murcia chica y libertaria que tanto escandalizaba a los decadentes burgueses catalanes— se construyeron en 1906 en el entorno de las calles París y Mas. En esta última, hasta hace poco aún sobrevivían los de los números 85 (convertido hoy en la plaza de les Voreres) y 108. Pero la máxima concentración de esta clase de vivienda se dio entre 1921 y 1926, gracias al esfuerzo del arquitecto municipal Ramon Puig Gairalt, que diseñó un tipo de ciudad-jardín obrera para paliar el penoso espectáculo del chabolismo. Puig Gairalt es conocido en L’Hospitalet por ser el autor del mercado de Collblanch, la iglesia de Santa Eulalia, el puente de Jordà o el rascacielos de la Carretera de Collblanch 43-45, que a finales de los años 20 era el más alto de España. Pero su proyecto más popular fueron estos pasadizos, de los que se llegaron a construir más de 3.000. Constaban de un corredor central perpendicular a la calle, al que se asomaban un número indeterminado de casas de dos plantas, con pisos de unos 40 metros cuadrados.

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Si salen a dar un paseo por la vieja Torrassa quizás aún localicen los postreros vestigios de esta peculiar tipología de viviendas. Que yo recuerde, hay uno estrechísimo en la calle Santiago Apostol, otro en la calle Mare de Déu dels Desamparats, cuatro más al final de la calle Progrés, así como los pasajes Mata y Pons en la calle Rosselló. Se trata de los últimos reductos de un estilo de vida comunitario y abierto al sol, con sus explosiones de geranios y de claveles, sus persianas verdes y sus rejas, que fueron desapareciendo a partir de la década de 1930, cuando la llegada del metro y la aparición de los bloques de pisos hicieron de ellos un anacronismo urbanístico. Hoy serían una solución impensable al problema de la vivienda, pero en sus buenos tiempos permitieron a miles de familias adaptarse del campo a la ciudad en aquella periferia intermedia, mitad urbana mitad rural, que sigue siendo una de las imágenes más nítidas de mi infancia.

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