En la ciudad de la miseria
170 ‘sin techo’ y una quincena de menores sin escolarizar malviven entre chatarra y escombros. El mayor asentamiento valenciano irregular de inmigrantes está en Bonrepòs y Mirambell
Mini tiene un año y seis meses y siempre sonríe. Como su hermana, de 14, la niña rumana parece acostumbrada al hedor de la basura en descomposición. También a la mugre de su chabola de cinco metros y los alambres punzantes y oxidados que asoman del amasijo de chatarra que sustenta la desdichada economía familiar. Su mirada revela que es feliz, pese a que su madre, una simpática gitana rumana que enfila los cincuenta y sufre un tumor, la sentenció al pozo de la exclusión al nacer.
El matrimonio recaló en Valencia hace dos años y malvive de la venta de chatarra. No se quejan. Tienen tarjeta sanitaria. “En Rumanía no podríamos pagar una barra de pan”, relatan con la mirada perdida.
En los antiguos cuarteles militares de Bonrepòs i Mirambell (Valencia, 3.400 habitantes) solo se escuchan desgracias. Más de 170 inmigrantes —subsaharianos (80), magrebíes, y ocho familias rumanas— malviven en una superficie de 70.000 metros cuadrados sin agua corriente ni luz. Un minúsculo grifo a la entrada del recinto, que el Ayuntamiento instaló hace tres años para evitar el peregrinaje de los sin techo al municipio y garantizar su aseo, abastece a la población del singular campamento de la miseria, que pasa por ser el mayor asentamiento irregular de inmigrantes de la Comunidad, según el Consistorio.
El Ayuntamiento del PP no oculta su “satisfacción” por la inminente “solución” del “problema”. El poblado levantado hace una década se esfumará el próximo miércoles. Sus habitantes serán desalojados. Las excavadoras demolerán el suburbio. Se pretende evitar una nueva ocupación. Una resolución de un juzgado de Montcada de diciembre reintegra la propiedad a una veintena de herederos de los dueños originarios. Sus terrenos fueron expropiados a mediados de los 50 por el Ministerio de Defensa franquista para construir el Parque y Talleres de la III Región Militar. El complejo que acogió vehículos cesó su actividad en 1998. Sus cochambrosas vigas se convirtieron entonces en refugio improvisado de inmigrantes que aterrizaron desde distintos enclaves de la provincia de Valencia. Desde la antigua fábrica de Oscar Mayer de Tavernes Blanques al puente de Ademuz.
Son las 12.00 de una ventosa mañana y la urbe de la pobreza acoge a una quincena de niños rumanos sin escolarizar. Pasan el día saltando entre polvorientos colchones y correteando por montañas de chatarra. Sus padres separan mecánicamente los residuos para su venta al peso. Lavadoras, neveras, ordenadores. Y cobre. Un adolescente rumano descarga su mercancía en bicicleta. En el suelo descansan unos oxidados alicates. A unos metros sobresale un serrucho. El laberinto de electrodomésticos contiene el mercurio que se filtra a los acuíferos. Y la basura orgánica y las charcas fermentadas actúan como un eficaz señuelo para mosquitos, roedores y plagas.
Se desliza una grasienta cortinilla y, sonrientes, aparecen tres niñas rumanas en un cobertizo de cartones y madera. Su madre recuerda que no tienen nada. La mayoría de las chabolas carecen de ventanas y ventilación. Tienen entre cinco y diez metros. Sus ennegrecidas paredes están forradas de moqueta. Su armazón, perforado por pequeños cables que conducen a ruidosos generadores para producir electricidad a las familias menos míseras. Una de ellas conecta un pequeño televisor. El invento provoca una media de un incendio al año, y hace dos una quema nocturna de cobre robado declaró un fuego que obligó al desalojo temporal de una parte de la colonia. “Los bomberos no se lo creían, las niñas rumanas se jugaron la vida entre las llamas para recoger unas mantas”, recuerda el concejal socialista Marcos Núñez.
Las minúsculas viviendas se levantaron sobre los pilares del originario cuartel, que ha sido demolido artesanalmente por los sin techo durante la última década para vender el forjado al peso y sus ladrillos a razón de cinco céntimos la pieza. El cemento de la construcción originaria contenía amianto, un material cancerígeno que puede permanecer suspendido en el aire, según un informe de la Consejería de Sanidad al que ha tenido acceso este periódico.
El documento alerta, además, de la aparición en el recinto de leishmaniasis, una enfermedad cutánea provocada por la picadura de mosquitos, y las charcas fermentadas alimentan el anidamiento del mosquito tigre. La fundación Cepaim advertía en 2010 del riesgo de tuberculosis. El motivo, la tendencia de los sin techo a compartir los insalubres cubiertos con los que sacian el hambre una vez al día.
En la ciudad de la miseria cada nacionalidad tiene su zona. Los subsaharianos residen en el único edificio. En su interior, se amontonan las mantas, la suciedad y los excrementos, según una fuente municipal que entró con protección policial el pasado año. Los rumanos ocupan la zona más desprotegida, que permanece a la intemperie.
Afirma que se llama Daniel, que nació en Ghana. Tiene 39 años y una hija en su país. Mira al suelo. Aterrizó en el complejo de Bonrepòs i Mirambell hace un mes y medio. Fue su último cartucho de una vida atenazada por la miseria que arrancó cuando desafió a la muerte en patera para llegar a España hace 12 años. Con la crisis dejó de recoger naranjas. Su historia cabe en una bolsa. Algunos de sus compatriotas subsaharianos tienen una orden de expulsión sin ejecutar. Otros sobreviven con el top manta y la venta de bolsos. No pueden trabajar. La tensión transforma el poblado en un polvorín humano. Temen ser deportados, según un informe de la Fundación Cepaim. El primer intento de este periódico de entrar en el recinto desató un conato de revuelta con amenaza incluida.
Las ONG's Fundación Cepaim y Cruz Roja declinan hablar. Se muestran reacias a la prensa. Tratan de realojar a los inmigrantes para evitar que cerca de dos centenares de personas acaben la próxima semana vagando por parques y avenidas de Almàsera, Bonrepòs y Tavernes Blanques. El silencio se extiende a la dirección de inmigración de la Generalitat, que admite la "complejidad" de la situación y evita pronunciarse.
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