La casa
La desconexión de la realidad y la falta de empatía con los ciudadanos son una irresponsabilidad que se acaba pagando
A estas alturas, pocos negarán que la vivienda tendría que estar entre las prioridades de la agenda política. Una de las paradojas de la crisis económica avivada por el boom inmobiliario es que, habiéndose construido más pisos que nunca durante la última década, jamás la vivienda había sido tan inaccesible como en estos años. El drama de los desahucios ha destapado la realidad preexistente de una población demasiado hipotecada y con muchas dificultades para acceder al alquiler. Al mismo tiempo, la necesidad de techo es imperiosa para aquellos ciudadanos víctimas de una exclusión social que cada vez es más visible en nuestras calles.
Ante esta realidad, sorprende que una tenencia de alcaldía del Ayuntamiento de Barcelona denominada “Hábitat Urbano” no haya reaccionado de manera clara. Se dirá que las autoridades locales tienen pocas competencias en vivienda, pero menos poder tiene la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y ahí está, salvando vidas y forzando cambios legislativos. Mientras tanto, los responsables municipales, asesorados por institutos de arquitecturas avanzadas, se distraen con juegos dialécticos que aseguran que Barcelona se convertirá en una “ciudad autosuficiente, de barrios productivos de velocidad humana, en el seno de una metrópoli hiperconectada de alta velocidad y de emisiones cero”.
Es difícil encontrar un relato para la nueva Barcelona y este mantra biensonante parece sensible al cambio climático, las nuevas tecnologías y la regeneración económica de la ciudad. Sin embargo, este enfoque plantea dos problemas políticos de fondo. El primero tiene que ver con la representación. ¿A quién está representando el Gobierno local cuando alude a la autosuficiencia, la hiperconexión o la velocidad humana? ¿En nombre de quién está hablando? ¿Qué problema real de los ciudadanos que le han elegido está pretendiendo resolver? Puede que sea complejo gobernar la sociedad actual, pero la representación es el principio básico de los sistemas democráticos. La desconexión de la realidad y la falta de empatía con los ciudadanos son una irresponsabilidad que, además, tarde o temprano se acaba pagando en las urnas.
En política, el nombre que se pone a las cosas es importante
El segundo problema tiene que ver con el lenguaje. En política, el nombre que se pone a las cosas es importante. Inventar metáforas vinculadas a jergas internacionales quizás resulte seductor, pero corre el riesgo de simplificar la realidad local que pretende describir. “Fablabs” o “City protocols” son expresiones sugerentes, pero ¿sirven para gobernar? ¿Permiten mejorar la calidad de vida de los vecinos? Y, mientras tanto, ¿de qué realidades nos impiden hablar?
Esta ambigüedad lingüística también afecta al movimiento de las Smart Cities que, a través de las nuevas tecnologías y con el apoyo del sector privado, busca crear ciudades más eficientes, especialmente en el terreno de la movilidad y la energía. Las tecnologías son una herramienta extraordinaria, pero este movimiento tiene el riesgo de sucumbir al dogma de la eficiencia y a la aceptación acrítica del progreso tecnológico. Diseñar coches autoconducibles podría ser un avance técnico, pero ¿nos hemos preguntado qué efectos tendrá en nuestra vida privada y pública? ¿Abandonaremos el centro de la ciudad y crearemos nuevas periferias porque podremos dormir y trabajar mientras nuestro coche conduce solo? ¿No acabará siendo contraproducente para la lucha contra el cambio climático?
Automatizar los procesos urbanos tiene consecuencias individuales y colectivas. El problema de las Smart Cities es que, obsesionadas por la eficiencia y el orden, pueden acabar atrapadas en los procesos y dejar de preguntarse al servicio de quién están. Hay que recuperar la política para la ciudad. En un artículo reciente, Richard Sennett revela una investigación que demuestra que, cuando los servicios básicos están garantizados, los ciudadanos priorizan la calidad de vida por encima de la eficiencia. Barcelona debería recuperar los servicios básicos y la calidad de vida de sus habitantes como objetivos principales de su política urbana. Puestos a experimentar con modelos exportables, podríamos imaginar la casa como idea nuclear de una ciudad-refugio, que ofrezca protección y facilite el acceso universal a la vivienda. Sería una ciudad más justa y productiva que la actual.
Judit Carrera es politóloga.
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