El día que empezó todo
Mariano Rajoy jamás debió permitir que Camps volviera al Palau de la Generalitat
Puede que todo empezara cuando alguien rió las gracias a Eduardo Zaplana por primera vez. O al difundirse el tópico sobre la supuesta habilidad política de Rafael Blasco. Tal vez tuvo que ver con la esperanza infundada, que algunos sostuvimos, de que Francisco Camps haría más sensato el discurso chulesco de su predecesor. ¡Quién sabe cuándo fue! En una sociedad en la que suele confundirse el poder con el carisma, la falta de escrúpulos con la astucia, el cinismo con el talento y el triunfo con la honestidad, es bastante difícil hacer memoria con una cierta objetividad. Y, sin embargo, la pregunta es crucial: ¿Qué día empezó todo? ¿Y por qué continuó?
La pesadilla que ocupa la vida pública valenciana tiene orígenes y tradición. Y culpables recientes. Uno de ellos vive ahora en el palacio de la Moncloa. Se llama Mariano Rajoy. Jamás debió permitir que Camps volviera al Palau de la Generalitat, ni que concurriera a las urnas con todo el bagaje de corruptos que hoy se descompone en los escaños del PP. Hay decisiones en política que son de cara o cruz. Y Rajoy, que era entonces el líder de una agresiva oposición, no tuvo la solvencia ni la capacidad de enviar al banquillo al equipo de la corrupción. Alberto Fabra paga hoy las consecuencias. Y los valencianos también.
Es cierto que el electorado valenciano pudo haberse curado en salud. Pero revalidó el mandato del PP con el voto puesto precisamente en Rajoy. Desde luego, la crisis no se inventó aquí. Pero anidaba entre nosotros con una fuerza letal. Parecía al principio que ya no podría haber nada más grave que la caída de un presidente de la Generalitat acabado de reelegir. Y no era así. Está siendo peor el espectáculo de degradación de la vida política y civil. El consejero de Hacienda, José Manuel Vela, a punto de dimitir, salpicado por el disolvente que segrega Blasco, y el Banco de Valencia, punto final del derrumbamiento de un sistema financiero que pareció envidiable, son los episodios más sangrantes, ahora mismo, del desastre general.
En el pecado va la penitencia. Eso es verdad. No solo la imagen de las instituciones, sino también de la sociedad valenciana en su conjunto, está pagando caro el fracaso colectivo y moral. Pero Rajoy no puede hacer ascos al problema como si fuese un pecado en el que no tiene nada que ver. Fue él quien permitió que la podredumbre política se acumulara en el hemiciclo del Palau de Benicarló. Fue él quien dio palmadas en la espalda a Camps, quien elogió su modo de gobernar y quien, en último término, designó a Fabra como solución.
Sostiene Fabra que, mientras otros protestan, él y sus consejeros se dedican discretamente a viajar a Madrid para pedir al presidente del Gobierno y a sus ministros que atiendan las necesidades de la sociedad valenciana. Con poco éxito, por lo que se ve. Dice mucho del talante político de Rajoy su displicente desatención a todo lo que procede de las instituciones valencianas, sean políticas o no. Más allá de lo contradictorio que resulta, como hizo Fabra en la última sesión de control parlamentario del año, presumir de revindicativo cuando se va a pedir (si hay que hacerle caso, fue gracias a sus esfuerzos que el Gobierno articuló el mecanismo de rescate plasmado en el Fondo de Liquidez Autonómico), hay algo inquietante en su situación. Aquel señor con barba que ahora vive en la Moncloa no es nuevo. Ya estaba aquí. Llevaba entre nosotros tanto tiempo como los vivales del caso Gürtel. Y lo que nos pasa tiene mucho que ver con él.
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