Una crisis de cinco tenedores
Los restaurantes de lujo pasan por una crisis que ha ocasionado cierres como el de Jockey El desafío es doble: la economía y la pérdida de interés por el recetario antiguo y la pompa
Baumkuchen y kartoffelpuffer son especialidades consecuentes con su tradición germánica, pero estos días empieza la temporada de caza en Horcher y la perdiz eclipsa todo. Sobre una mesa auxiliar, el servicio enchaquetado termina de trinchar y flambear las piezas frente al cliente. Rosas en la mesa, caballos de porcelana en las vitrinas, las señoras siguen en silencio el proceso, con los pies sobre el almohadón que el restaurante les ofrece al entrar.
Horcher, junto al Retiro desde 1943, es lo que se denomina un rincón cargado de historia. Sus reservados fueron la debilidad de la diplomacia nazi, y desde la inauguración es punto de encuentro de la alta sociedad madrileña. Su encargada y bisnieta del fundador de la saga, Elisabeth Horcher, asegura que resisten la crisis sin perder prestancia: “Claro que hemos bajado en clientela, pero estoy sorprendida de lo bien que nos mantenemos. No vamos a recortar servicios ni precios porque entonces me convierto en el de enfrente, y no quiero serlo”.
Sobrevivir es noticia cuando en los últimos meses ha cerrado una decena de restaurantes de alto copete en Madrid, un club en el que, según la Cámara de Comercio, no caben más de 50 miembros. Lugares reconocidos por su comida y por las caras y apellidos que los frecuentaban: Balzac, Club 31, La Máquina de Lugones, El Chaflán, Dominus… Todos han hincado la rodilla ante ofertas más baratas y modernas. Pero si una clausura llama la atención es la de Jockey, junto a Horcher y Zalacaín, monarca del sector.
Tras 67 años, Jockey se ha hundido en un remolino de escándalos y deudas que ha salpicado a un puñado de fortunas, varias de ellas asociadas a la cultura del pelotazo y la gomina. La agonía ha sido devastadora. Primero perdió la estrella Michelín y, cuando las deudas acuciaron, un grupo de accionistas acudió en auxilio del propietario, Luis Eduardo Cortés —presidente ejecutivo de Ifema—. El cubierto bajó de 120 euros a 60 y se reformó el local, siempre conservando su estilo a medio camino entre un club británico y el salón de Graceland en el que Elvis Presley tomaba el vermú, pero el agujero crecía, los acreedores embargaron la bodega, comenzaron las huelgas…
Los 31 exempleados aseguran que Cortés se esfumó sin pagar finiquito. “Se han declarado insolventes, y son millonarios”, protestan. Antonio Navas, que con 59 años fue durante 39 aparcacoches del local, explica su decepción: “Me siento engañado por la empresa, que nos dijo meses antes de cerrar que todo iba bien. Sentíamos Jockey como nuestro”.
José Luis Parrilla, de 60 años, y durante 37 camarero del establecimiento, también suspira: “La hostelería que nos han obligado a aprender desaparece porque no están dispuestos a pagar por un camarero profesional que sirve con chaqueta y corbata”. Ahora queda recordar los buenos tiempos. “Muchos artículos de la Constitución se discutieron allí. Varias veces tuve que estar hasta las cuatro de la mañana esperando al que fuera vicepresidente del Gobierno, Abril Martorell”, relata Parrilla, un hombre que, a la pregunta de a quién ha atendido, contesta: “¿A quién no? Pujol, Gaddafi, el Rey, los Rolling Stones...”.
Ante el descalabro de uno de los clásicos, los colegas tragan saliva. Carmelo Pérez, director de Zalacaín, asegura que ellos no seguirán el mismo camino. “La situación es complicada, pero la estamos salvando. No subimos precios desde 2007. Los clientes nos siguen; menos, pero nos siguen”.
Pérez no nombra a nadie, pero desliza que en Zalacaín (tres estrellas Michelín en los ochenta) no se han metido en “deudas complicadas” ni “cosas raras”. “Ahora no estamos ganando, pero somos autónomos y resistimos a la espera de que arrecie”. De los 50 empleados que eran, pasaron a 40 no cubriendo jubilaciones. “Exige trabajar más, pero el personal lleva mucho y entiende la situación”.
La opinión de Pérez sobre las crisis pesa. No solo por ser uno de los profesionales más respetados en el gremio; también pasó 35 años en Jockey. En la restauración de lujo hay fichajes estelares, y Pérez es un balón de oro cuyo traspaso tuvo un efecto tan beneficioso para su nuevo empleador como premonitorio para el antiguo. Se llevó una cartera de seguidores con él y su salida marcó el fin de la gran etapa de Jockey.
La caída del consumo ha sido la puntilla, pero existen más factores para explicar los apuros. En primer lugar, las limitaciones de la aristocracia hostelera a la hora de recortar gastos son severas. “Hay poco margen”, cuenta Elisabeth Horcher: “La materia prima tiene que ser excepcional, no podemos renunciar a la mejor cubertería ni llamar a gente que no sepa servir”. En segundo lugar están los cambios de gustos. Para empezar, la cocina pesada de estos establecimientos (en casos extremos, propia de Escoffier, en otros más cercanos a las innovaciones de Bocuse) ha sido zarandeada por Adriá y compañía, la influencia oriental... Y no es menos relevante el hecho de que no a todo el mundo le guste comer con un faisán de plata junto al pan. Esa es la conclusión a la que llegó Iñaki Oyarbide, que en julio cerró un clásico de la cocina vasconavarra en Madrid, Príncipe de Viana, para transformarlo en I. O., un restaurante informal con terraza, una gran barra y precios asequibles. “Antes ibas al gran restaurán, ahora te apetece un día japonés y al siguiente un asado”, cuenta junto a sus socios, Ángela Labrada y Javier Buendía.
Menos formalidad
Buendía, por la treintena, recuerda que cuando su padre le llevaba de niño al Príncipe de Viana sufría por el ceremonioso silencio. “Te querías reír y no podías. Ahora queremos que la gente lo pase bien”. Por eso suena Jamiroquai en el hilo musical y el local está rediseñado con un toque casi chill out.
“El precio ahora es el factor determinante. Nosotros estamos en el sector de lo 40 euros, que ya es muy elevado”, explica Oyarbide. Entre los cambios para bajar costes sin tocar la calidad del producto están los vinos (“una bodega menos canónica”) y “un nuevo tipo de contratación”, porque “la atención sigue siendo buena, pero no a la antigua”, dice Buendía. “El servicio tiene que ser invisible. No interrumpir a la gente en las mesas”.
¿Y la clientela ha entendido la apuesta? Sí, aseguran. “Y lo entienden más cuando ven la factura”, dice Ángela y los tres ríen con ganas. “Esto parece que lo hacemos para abaratar, pero ha sido una inversión carísima: pensamos que el futuro irá por ahí”.
En un escalafón inferior a los grandes está No Do. Cuando abrió hace 14 años sus recetas hispanoasiáticas atrajeron a una parte de la clientela de alto standing. Incorporaron una cocina con escaparate y uniformes de diseño, y auparon a chefs de proyección, como Ricardo Sanz o Alberto Chicote. Dicho esto, llevan cerrados desde diciembre.
“No Do aún tiene recorrido”, considera Benjamín Calles, su propietario. “Estoy reuniendo financiación para reformarlo y lanzar un proyecto nuevo, pero ahora todos los bancos dicen no, y el único recurso es la financiación externa”. El empresario considera que el objetivo es hacer algo distinto pero sin bajar la calidad. “Nos vamos a quedar sin alta hostelería”, lamenta Calles en su despacho entre trofeos de padel y golf: “Solo va a sobrevivir la clase media de los restaurantes, y eso es una pérdida”. ¿Había burbuja de precios y oferta en la restauración de lujo? “No. El mercado te va marcando”, contesta. “Son sitios importantes para la cultura de la ciudad, en los que se han firmado contratos y sucedido muchas historias: es una pena”. Calles apuesta por renovarse; Carmelo Pérez insiste en la tradición: “Llevo mucho en esto y sé que llegan las modas y asustan. Vino Bocuse, vino Adriá... Lo del modernismo es difícil porque hay que inventar todos los días. Lo nuestro es distinto: es la receta tradicional pero siempre perfecta. Lo bueno prevalece”.
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