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El último traje, de etiqueta

Fabricantes de ataúdes crean una etiqueta de calidad para combatir la competencia china

Imagen de los ataúdes
Imagen de los ataúdesNACHO GÓMEZ

De lunes a viernes, el autobús que cubre la línea que separa Piñor del colegio de San Cristovo de Cea saluda con desgana a un paisaje inundado de tétricas singularidades. Que sobre los asientos de las marquesinas descansen cada vez más bastones que mochilas nuevas, preocupa pero no sorprende. Hay algo más. En el intervalo de un kilómetro, la mirada atenta de una frente pegada al cristal podría contar hasta ocho fábricas de ataúdes. Si el tiempo acompaña, a las puertas de cada nave podría incluso observar la metamorfosis de listón en féretro. Sin embargo, la panorámica no inquieta a ninguno de los niños que salpican un autocar con demasiados asientos para tan poco futuro. Mimetizada ya con el entorno, es la industria que los amamantó. Casi el 20% de los poco más de 1.300 habitantes del municipio se deja ocho horas al día en 12 fábricas de ataúdes. Otra buena parte trabaja en los tres aserraderos que nutren la industria funeraria local.Y el porcentaje restante lo rellenan sus hijos, hermanos o vecinos.

En las carreteras de Piñor, estrechas lenguas de asfalto apenas sembradas con cuatro farolas de luz mortecina, la oscuridad huye en invierno a las ocho menos cinco de la mañana. Entonces, al ritmo de las máquinas que se desperezan, largas comitivas de vehículos en una sola dirección recorren el tramo que les asegura el pan. Hubo un tiempo en que la localidad escupía cada mes unos tres ataúdes por habitante. Algunos de talla artesanal y la mayoría de factura fordista, viajaban desde el municipio a todos los puntos del Estado. Entonces, los ritmos febriles de un sector de nombre ingrato ofrecían trabajo a manos llenas y aupaban al municipio hacia la utopía del pleno empleo. Hoy, el eco de aquellos años aún atrae candidatos a las puertas de las fábricas, pero desde dentro, jefes con mono azul se encogen de hombros. En Piñor se acabó la fiesta y la manta apenas cubre a los que ya están.

Quizás porque no está bien visto mentar la muerte, la burbuja del ataúd creció callada y por su cuenta. Y si explotó, no hubo forma de echarla en falta. En la Clasificación Nacional de Actividades Económicas del Instituto Nacional de Estadística el sector se camufla en el fondo de un cajón de sastre. Oculto bajo el epígrafe Otras industrias manufactureras n.c.o.p –no clasificado en otra parte-, el vocablo “ataúdes” se pierde entre una amalgama de productos como “artículos de broma”, “sombrillas”, “encendedores” o “bigotes postizos”. A la escasa legislación que regula la fabricación de féretros no se le mueve ni una coma desde el año de la Revolución de los Claveles, y ni siquiera existe un código arancelario (TARIC) específico que identifique los que atraviesan la frontera.

A la altura de 2008, los beneficios en el sector empezaron a desdibujarse. Desde países orientales llegaban ataúdes de acabados perfectos a precios irrisorios que no admitían competencia. Muchos productores dejaron de fabricar porque comerciar con los féretros chinos ya listos para embalar les salía más rentable. Sujetas a un negocio de escasas posibilidades de crecimiento y sin apenas respaldo legislativo, muchas empresas miraban de reojo a la persiana con el temor de no volver a abrirla del todo. El número de defunciones en España apenas varía de año en año y las exportaciones suponen una fracción mínima. El mercado no dejaba espacio para nadie más y las cajas que llegaban por miles inundaban los almacenes de mercancías huérfanas. Los empresarios del sector, la mayoría concentrados en Galicia y Valencia , tuvieron que pedir ayuda, pero nadie les echó una mano.

Sabían que se les estrechaba el mercado y esperar a que alguien levantase en la frontera una pared no era una opción. Así que en 2010, una decena de fabricantes se enfrentaron a Goliat con una etiqueta de cartón verde. A la manera de una partida de nacimiento, el sello proclama la calidad del producto y la importancia de fomentar la industria local. Agrupados en una asociación cuyo nombre no deja lugar a equívocos, a través de Iberataúd reclaman atención para un sector que proporciona unos 150.000 empleos directos y hasta 800.000 indirectos en todo el Estado. Piden además que la ley distinga entre “ataúd común” y “ataúd ecológico” para revalorizar este último, y han llevado a Bruselas una carpeta que esgrime los argumentos por los que el sector debería contar con un código TARIC propio.

Tras cuatro años con su crisis a cuestas, los fabricantes dicen haber estabilizado las cuentas a base de orgullo nacional. La presidenta de la asociación, Begoña Sánchez, asegura que “algunos clientes ya piden la etiqueta” de Fabricado en España para el último traje. Ahora, dentro y fuera de la asociación el objetivo es mantener lo que queda de un sector que se ha encogido un 35% desde 2008. Sobre todo en Piñor, que difícilmente sabría dedicarse a otra cosa. Allí, aunque por primera vez en años el desempleo cabalga entre las hileras intermitentes de coches, las fábricas sobreviven con discretas nóminas de personal. No es el cuento de otros tiempos pero, al menos, aún quedan decenas de automóviles con serrín en las alfombras cuando acaba la jornada. A las ocho de la tarde, su partida deja las calles a oscuras, pero prometen volver por la mañana para encender el pueblo con el olor del barniz.

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