Optimismo templado
La Cataluña compleja no será una sociedad monoteista
Emplazado imaginariamente en 2025, en medio de los próximos 30 años, me veo en silla de ruedas y con profundas entradas, pero sobrecogido ante la ingente cantidad de cosas excitantes que no podré hacer, que no podré leer ni ver ni escuchar, un abrumador mercado cultural sin límite de accesibilidad (fuera de la silla de ruedas, claro, y más barato que nunca). Me parece imposible perder el buen humor colectivamente mientras nos veo navegando en catalán, en castellano, en inglés por museos virtuales y webs, comprando ediciones digitales e impresas (y dejándolas aparcadas, igual que ahora, sin leer), felices por la fortuna comercial o la calidad minoritaria de autores en catalán y castellano. Y, naturalmente, también impávido y risueño (y solo ocasionalmente irritable), ante la rutina catastrofista y la invasión comercial de cosas irrelevantes.
Lo siento, pero no veo en el horizonte graves desvíos de la ruta que ha llevado a lo mejor que han hecho tanto España como Cataluña en toda su historia: construir la estructura sólida de una sociedad democrática y mestiza, multiplicada en estratos, formaciones y orígenes, fundamentalmente cohesionada, pese a las tensiones impetuosas (y como todas las tensiones, pendulares). Cataluña actúa cada vez más como sujeto social múltiple, contra las apariencias, y la complejidad de su tejido social debería relajar el temor a una sociedad monoteísta: su garantía, además, es Barcelona como turbina social y cultural, y contrapeso a las propensiones más endogámicas y, a menudo, narcisistas de Cataluña.
Los próximos 30 años son un enigma, desde luego, pero enérgicamente corregido por la historia social y política de los últimos 30 años de prosperidad democrática: me parece mucho más segura la variación dentro de la continuidad que ruptura alguna (tanto si el estatuto político de Cataluña varía como si no). Y veo a minorías intelectuales regresando como hoy a clásicos con la cazurrería fingida de Pla, la egolatría chispeante de Rubió i Ors o a la plenitud narrativa y burlona de Sagarra, como nos veo atrapados otra vez por la plástica genialidad de Barceló, la nueva invención de Cercas, Martínez de Pisón o Pérez Andújar, las variaciones que reservarán Pàmies, Serés, Sòria o Amat, y no creo que el país hostigue a editores capitales de la literatura en español ni a autores tan habituales en las calles de Barcelona como Villoro, Juan Gabriel Vásquez o Jordi Soler.
Por fortuna, una sociedad plenamente europea como esta es ingobernable en términos de control social. Una democracia carece de herramientas (y seguramente de voluntad) de destrucción masiva de las fantasías, la imaginación y el deseo de sus ciudadanos, aunque se complace en fumigar el paisaje con este o aquel mensaje. Cada uno de ellos establecerá con más o menos conciencia su propia genealogía cultural con afluentes hispánicos, hispanos, europeos, orientales o norteafricanos. La hegemonía potencial del catalanismo cultural e ideológico suscitará, probablemente, la tendencia contraria como respuesta centrífuga, higiénica y espontánea de búsqueda fuera de las fronteras locales y los discursos endogámicos (y podrá hacerlo sin moverse de casa). Como ahora.
Quizá también a mi lado y en otra silla de ruedas se arrastre perezosamente la pesadilla de una Cataluña localista y provinciana, más celosa de sí misma que de hacerse otra mejor, macerada en narcisismo mustio y asombrada de la vitalidad impredecible de una sociedad que sabe que el mundo no acaba en sus medios de comunicación, sino lo contrario: ahí solo empieza. Sigo creyendo en una sociedad futura en guardia contra la tentación totalitaria mientras sigamos siendo corresponsables de ella por activa o por pasiva, sea en una Cataluña federada o en otra independiente.
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