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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Normalidad anormal

Cuaja la incomodidad compartida por la constatación de que nos mandan, no solo en la política, los peores. La inteligencia escasea: ¿impunemente? ya se verá

¿Sobresaltos? Qué va. Vivimos un déjà vu en casi todos los órdenes y niveles de nuestra vida. ¿Miedo? Cuaja la incomodidad compartida por la constatación de que nos mandan, no solo en la política, los peores. La inteligencia escasea: ¿impunemente? ya se verá. No sería la primera vez que la historia premia, aquí o allá, a los incompetentes, a los malvados o a los bárbaros, que son unas minorías dadas a apoderarse de la legitimidad social y la relevancia pública, y se autoproclaman intérpretes de las mayorías silenciosas. ¿Mayorías pasivas y estupefactas? Más bien gente en pleno aprendizaje, a marchas forzadas, de lecciones inolvidables. Que los hechos te obliguen a plantearte que la crisis es (sin olvidar a los parados) una tomadura de pelo, un gran fraude a escala global y local, es aleccionador.

Este aprendizaje forzado, en carne propia, instruye más que mil universidades, que millones de tuits o cientos de horas de drama televisivo. Ya hay quien dice que “estamos en guerra”, ¿es cierto?, ¿entre quiénes?, ¿entre el 99% de una población cada vez más pobre frente al 1% de minorías cada vez más ricas? ¿Quién va ganando? ¡Se dicen tantas cosas!

El sociólogo Manuel Castells dio una pista, en el tomo tercero de La era de la información (1997), con su capítulo ‘Economía criminal’, pero nadie recogió el guante: entonces se daba por hecho que vivíamos en el mundo mejor informado de la historia de la humanidad. Qué gran lección es esta situación (moral, claro) en la que lo anormal es normal, la desinformación pasa por información y lo habitual es un estado de sobreinformación en el que solo existen mensajes repetidos hasta que los cerebros sucumben.

Cuánto se aprende de la confusión. Hay quien se ha dedicado últimamente a anotar palabras presuntamente equivalentes, como autodeterminación, estructuras de Estado, soberanía, autogobierno, Estado propio, Estado libre asociado, derecho a decidir, para concluir que solo es posible señalar que no remiten a autonomía o nacionalidad. ¿Y qué pasa con la expresión independencia, que aparenta ser un sinónimo pero que los maestros del lío conceptual nunca pronuncian? ¿Cuántas clases de independencia hay? Por lo visto son incontables, pero los simplistas las resumen en “independencia de bandera”, “independencia de cartera”. Todo lo cual se muestra como “objetivo nacional”. ¿Me siguen? Súbitamente aparecen expertos en federalismo, confederalismo, referéndum, consulta, pronunciamiento, plebiscito, mandato de la calle. Sus lecciones son tan dispares que se deduce que lo positivo y lo negativo son lo mismo.

Así, nuestra vida es un oxímoron y los profetas del enredo hacen su agosto. Se proclama que los recortes económicos “son neutrales, no ideológicos, ¡incluso Hollande recorta!”, argumentan. Todo para convencernos de que la austeridad lleva al crecimiento económico. Desde esta perspectiva, los despidos sirven para crear empleo, la democracia consiste en ayudar a los bancos y la revolución para ocupar el poder es cosa de la derecha (¿no se asegura que ya no hay izquierda?). Está claro: los diccionarios son una antigüedad, las palabras son pluriempleables, fuegos de artificio que difuminan lo obvio: ¿quién se ocupa del presente y de quienes lo habitamos?

Los que ven el presente como un overbooking de problemas se equivocan. La gran lección que aprenden aceleradamente los contemporáneos es que hay un solo problema con la misma cara en todas partes: es necesario repartir la riqueza, el bienestar, cosa anhelada por personas de toda época. Otro déjà vu que mueve la historia tanto como su contrario: el ansia de poder.

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¿Hacia dónde va el mundo? 2012/2022: la última oportunidad (Icaria) se preguntan Susan George, Serge Latouche y otros. John Ralston Saul, presidente del PEN Internacional, aboga por la reinvención del mundo en su premonitorio libro El colapso de la globalización (RBA). Ambos libros tienen respuestas fiables para despejar la confusión, el oxímoron y la normal anormalidad. La cultura, la educación, son las únicas armas para no destruirnos a nosotros mismos. A fin de cuentas, la vida sigue gracias a nuestra persistente normalidad.

Margarita Rivière es periodista.

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