La épica, la ambigüedad y el rigor
Desde el restablecimiento de la Generalitat y la aprobación del Estatuto en 1979, solo habíamos vivido otro período comparable: el que se inició en 2005 con la euforia del nuevo Estatuto
La política catalana se ha acelerado en las últimas semanas. Desde el restablecimiento de la Generalitat y la aprobación del Estatuto en 1979, solo habíamos vivido otro período comparable: el que se inició en 2005 con la euforia de la aprobación por el Parlament del nuevo Estatuto, se enfrió con su aprobación en las Cortes en 2006, con el pacto Mas-Zapatero, y se cerró de forma frustrante con el recurso del PP y la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010.
La situación actual es mucho más crítica, pues la crisis económica ha hecho patente la insostenibilidad de la actual relación fiscal con el Estado, y la realidad política hace ver que un nuevo encaje, beneficioso para ambas partes, exige modificar la Constitución. El cansancio acumulado durante años ha pasado del Gobierno a los ciudadanos, y el 11 de septiembre estos fueron más allá de lo que el Gobierno quería. Entre tanto, han ido creciendo, entre Cataluña y España, (a menudo, de forma provocada) los enfrentamientos de tipo social, económico y hasta personal. Este episodio no se cerrará, como otras veces, por agotamiento… y, por tanto, es fundamental preguntarse cómo se debe gestionar para conseguir un buen final.
Creo que el mayor peligro puede venir de un exceso de formulaciones épicas, de un abuso de la ambigüedad y de una falta de rigor en la información. Me da la impresión de que la decisión, legítima, de convocar elecciones de forma apresurada y con carácter plebiscitario, agravará el panorama.
La épica. Es pura épica defender la “indisoluble unidad de España”. También lo es pretender “una Cataluña libre y soberana”. Ni la unidad es por sí misma algo bueno, ni la plena soberanía es un concepto útil en un mundo como el actual. Como catalán deseo para mis conciudadanos aquella combinación de dependencia y de soberanía que proporcione al mayor número de personas el mayor grado de bienestar. Estoy convencido de que este punto de equilibrio no se encuentra en ninguno de los extremos. Los plebiscitos apelan sobre todo a la simplicidad y a la épica y, por ello, he repetido, a menudo, que creo que unas elecciones convertidas en plebiscito tienden a favorecer a las opciones extremas, las que basan su ideario en los sentimientos.
La ambigüedad. La opinión pública se alimenta de símbolos y muchos de estos se reflejan en palabras. Pero muchas palabras son ambiguas, es decir, se usan con diversos significados, a veces contradictorios. Esto ocurre mucho en política. ¿Qué significa “preservar” el Estado de bienestar? ¿Fortalecerlo o recortarlo? En Cataluña hemos vivido durante meses la ambigüedad entre el “pacto fiscal” y el “concierto”. Era imposible que se entendiera que se podía defender a fondo el pacto fiscal, pero sin la obligación de creer que el modelo de concierto era el único y el mejor.
Ahora estamos entrando en una nueva ambigüedad: la “autodeterminación” y la “independencia”. Yo soy partidario convencido y ferviente de la autodeterminación, del derecho de nuestro pueblo de decidir nuestro futuro, pero esto no supone automáticamente la obligación de decidir la independencia. Cuando, espero que no tarde dos legislaturas, llegue el momento de decidir, lo haré en función de cuáles sean las alternativas y las condiciones y el camino hacia la independencia.
El rigor. ¿Será posible que, apresuradamente, los partidos catalanes definan con rigor lo que van a proponer en estas elecciones? Algunos, claramente, están en contra de poder decidir y contra la independencia. Otros persiguen esta, por la vía que sea. Tres partidos (CiU, PSC e ICV), que se han pronunciado por el derecho a decidir (no entiendo por qué razón el PSC no votó la resolución mayoritaria…), parece que necesitan tiempo y reflexión para fijar una posición interna clara sobre la independencia. ¿Es demasiado exigir que los ciudadanos puedan acompañarles en esta reflexión, no solo escuchando proclamas dirigidas a los sentimientos y al voto, sino disponiendo de informes rigurosos (no de aquellos cuyas conclusiones se orientan al encargarlos) sobre las alternativas, las ventajas, los peligros y las posibilidades de cada una de ellas?
Un pueblo maduro no debe entrar en un conflicto sin conocer claramente el objetivo y las consecuencias de cada acción. La ambigüedad y, sobre todo, la épica por ambas partes, conduce normalmente al enfrentamiento violento.
Joan Majó, ingeniero y ex ministro.
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