Estado impropio
Estado de derecho no hay más que uno y es la base tanto de la autonomía catalana como de la integración europea
Lo siento, president, pero Estado de derecho no hay más que uno. Y de momento no es catalán. Tampoco hay un Estado de derecho internacional. Ojalá lo hubiera y fuera al menos europeo. Seguro que facilitaría la existencia de un Estado de derecho catalán integrado, ese Estado propio dentro de la Unión Europea que pedían los manifestantes del 11-S. Lo único que hay es el Estado de derecho español, con independencia de que guste más o menos a unos y otros.
Artur Mas dijo el sábado, a propósito de la legalidad de una consulta sobre la soberanía de Cataluña, que seguirá “los marcos legales y el Estado de derecho, sea el español cuando sea necesario, el catalán o el internacional cuando también lo sea”. Pues no podrá ser. La única forma de que sea legal la consulta que se propone es hacerla dentro del marco constitucional del Estado español.
Una de dos: o la realiza después de un intenso diálogo y un acuerdo final con el Gobierno español, que es el que debe autorizarla o alternativamente aceptar una reforma constitucional que la permita, o se convoca sin valor jurídico, en la línea de las consultas populares ya realizadas por multitud de Ayuntamientos catalanes, sin el apoyo de Estado de derecho alguno para que se deduzcan consecuencias efectivas de sus resultados.
El Estado de derecho español no es una nimiedad ni una formalidad. Artur Mas es presidente gracias a que hay Estado de derecho español. Si su victoria electoral el 25 de noviembre se da ya por hecha es gracias, entre otras cosas, a las disfunciones y los defectos del Estado de derecho que han propiciado el clima secesionista imperante en Cataluña. Pero no hay otro. La regla de juego es esta, por imperfecta que sea. La base de todo, de la autonomía, de la recuperación de la lengua, de la integración europea y de la moneda única de nuestras crisis es el Estado de derecho español.
Esta idea es muy seria y gravita sobre la política catalana desde el 6 de octubre de 1934, cuando el presidente de la Generalitat del momento se olvidó de quién era y a quién representaba, y se levantó contra la legalidad española y el Gobierno legalmente constituido para declarar el Estado catalán dentro de la República federal española. Nadie quiere en la plaza de Sant Jaume una repetición del 6 de octubre, y no tan solo por cómo acabaron la autonomía y su presidente a los pocos años, sino también por el respeto del principio de legalidad que viene exigido por todos, empezando por la comunidad internacional y el conjunto de los socios europeos.
El presidente catalán ha querido decir dos cosas con su curiosa teoría acerca del Estado de derecho. Hará las cosas dentro de la ley. Recordemos que incluso la ruptura pactada con el franquismo se hizo preservando las formas legales, “de la ley a la ley y por la ley”, según palabras del inspirador del proceso que fue Torcuato Fernández Miranda. Y quiere jugar en la escena internacional para obligar al Gobierno español a sentarse y a negociar, más que acogerse a una legalidad internacional que difícilmente puede responder a sus requerimientos.
Artur Mas ha avanzado todavía más. No le bastará con un 51% a favor en la consulta, sino que exigirá una mayoría indestructible e indiscutible. Nada de aprovechar la ventana de oportunidad para precipitar un proceso rápido de secesión como le exigen los más apresurados. No importa un año más, ha dicho. Ni dos legislaturas en vez de una.
Mientras tanto, ha dejado de pronunciar el hexasílabo catalán de moda. Por si acaso. Su consejero de Cultura, Ferran Mascarell, para complicar más las cosas, ha declarado al diario Ara: “Es un falso dilema escoger entre Estado propio y federalismo, porque la mayoría de quienes decimos que Cataluña necesita instrumentos de Estado somos federalizadores respecto a Europa y a España”.
Estamos en campaña electoral. Formalmente desde el martes, cuando Mas convocó las elecciones. De facto, mucho antes, quizás desde que Rajoy obtuvo hace un año una mayoría absoluta y CiU escribió el guión que culminó con la ruptura en La Moncloa tras la Diada. Ahora es tiempo de levantar ilusiones y lanzar promesas, que solo comprometen a quienes se las creen.
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