Ríos de Babilonia
Cada lío provoca una inundación propia, aunque las palabras para describirla siempre sean las mismas
Ya lo cantaban Boney M, hermano: los ríos de Babilonia bajan llenos de sangre inocente y Edén Pastora no es un villancico. Esta semana se ha cumplido medio siglo de las inundaciones del 62, que escrito así parece más un autobús que un año. (La literatura española se ha leído mucho en autobuses y por eso las generaciones se llaman el 98, el 27, el 36...). Una vez el dibujante Guillem Cifré me llevó misteriosamente hasta la calle Casp y nos metimos en un sótano que antes había sido la bolera del Novedades. En medio de la oscuridad, entre vigas de cemento y pasillos con papeles y trapos repartidos por el suelo, parecíamos dos despojos de la clase media vista por el cine independiente, dos víctimas del orden social al que pertenecen. Pero en ese sitio tan extraño habíamos entrado solo por curiosidad, pues a donde de verdad me quería llevar Guillem era a la acera de enfrente (dicho esto sin ninguna segunda intención). Así otra vez en el mundo exterior, Guillem señaló hacia el edificio de Radio Barcelona y describiendo un semicírculo con el brazo me dijo: “Mira, Javier, toda esa acera estaba llena de dibujantes dibujando. Te he traído para que lo veas”, y juro que mientras él lo decía yo lo estaba viendo,. “Habían puesto mesas en la calle, con toda la redacción de Bruguera, mi padre, Peñarroya, Escobar..., haciendo dibujos para recoger dinero por las riadas. Imagínate, toda esa acera llena de dibujantes”.
(Guillem, qué gran dibujante fue tu padre, qué espléndido historietista, y qué portadas de tebeos hacía. En las portadas era cuando se mostraba más romántico, dibujaba unas parejas de enamorados de banco de parque que daban ganas de hacerse mayor de repente para echarse novia. Qué firma tan deliciosa tenía, el apellido solo, como una marca de cine: Cifré. Lo escribía todo en mayúsculas y estaba tan lleno de humanidad que parecían minúsculas. Dibujó sobre todo al barcelonés impetuoso, intrépido, lo dibujó paseando por las aceras de esta ciudad, subiendo a los autobuses de esta ciudad, y a pesar de que para evitar líos con la censura en Bruguera estuviese tajantemente prohibido representar Barcelona o cualquier otra ciudad por la que se reconociera España —bueno, antes esto era así—, en las historietas de tu padre, en las aventuras del Reporter Tribulete, de Cucufato Pi..., había ese crujir de bolsita de algarrobas, una claridad de la palmera al sol, un ruido de plaza con palomas, que eran los de aquella Barcelona).
No sé si las chinas de mi escalera que trabajan en los bajos (en todos los sentidos) estarán muy puestas en Heráclito de Éfeso, pero cada día se meten en un lío diferente
Un filósofo lo advirtió: nadie se mete dos veces en el mismo río por mucho que lo intente, y siglos después lo repitió otro filósofo pero en forma de comedia. Fue el poeta Ángel González (qué poetas más civiles los antiguos, que se apellidaban González, Ángel; Rodríguez, Claudio; Hernández, Miguel), quien tradujo a Heráclito al chino y dijo que nunca nos metíamos dos veces en el mismo lío. La experiencia demuestra que cada lío provoca una inundación propia, particular, irrepetible, aunque las palabras para describirla siempre sean las mismas. Pero con un par de palabras es suficiente para crear un mundo nuevo (ahí están los referéndums; y ya que ha salido el tema: cada vez que oigo la palabra transversal creo que están hablando de Jethro Tull). Y a otro le bastó con una sola palabra para ir sanando al personal (no me refiero al conseller Boi Ruiz). Simenon aseguraba que había escrito todas sus novelas de Maigret utilizando un vocabulario de no más de 400 palabras.
No sé si las chinas de mi escalera que trabajan en los bajos (en todos los sentidos) estarán muy puestas en Heráclito de Éfeso, pero cada día se meten en un lío diferente. No como vecinas, que de eso no ejercen en el inmueble, pero sí como víctimas de un esclavismo clandestino que recorre subterráneamente las porterías de nuestra ciudad. Ay, qué Barcelona más chunga sin médico ni derecho a voto. Un día, alguien rompió todos los timbres del interfono, a lo mejor fue un cliente vengativo (algunos se van gritando y aporreando la puerta), o tal vez, pero esto sería más peliculero, lo hizo una mafia rival. El caso es que para evitarse líos el gerente, o encargado de personal, o director de recursos humanos, o como se llame en lenguaje liberal el proxeneta, quiso arreglar los timbres por su cuenta y riesgo y se lo encargó a un asiduo usuario del puticlub que tiene una tienda de cosas eléctricas. El manitas era un tipo alto y gordo, brutote, que iba enseñando por la calle el skyline de la raja del culo. Ahí anduvo liado un buen rato, y unos cuantos amigos nos apoyamos en un coche que había aparcado para ver trabajar al hombre. El gusto de ver trabajar a la gente es un placer dictatorial. Cuando terminó se acercó a nosotros a echar un cigarrillo, y nos quiso dar la mano. Pero, claro, sabíamos de dónde acababa de salir y ninguno de nosotros se atrevió a apretar esa mano, que a saber en qué sitio había estado metida antes. El tío empezó a ponerse rojo y a exigir a voces que le diésemos la mano. De esto han pasado ya algunos años y el garito permanece, pero las chavalas nunca son las mismas, tal como había dicho Heráclito. Por cierto, resulta chocante que a Heráclito le llamasen el Oscuro, siendo inspirador de una idea tan clara como la lucha de clases.
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