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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El cosmopolitismo de la señora Aguirre

¿Para qué hace falta el mar cuando de lo que se trata es de encerrar a la clientela en un complejo para vaciarle los bolsillos?

J. Ernesto Ayala-Dip

Esperanza Aguirre dice que el magnate Sheldon Adelson eligió Madrid en lugar de Barcelona para instalar su macroespacio ludópata porque es más cosmopolita. Desconozco los parámetros de medición del cosmopolitismo que maneja la presidenta madrileña para sacar sus conclusiones, pero dudo mucho que sean los mismos que hace 30 años utilizaron prominentes intelectuales de este país y algunos otros, como el escritor y excandidato a la presidencia de Perú Mario Vargas Llosa, para llegar a sus mismas conclusiones.

La presidenta dice que hace 30 años Barcelona era más cosmopolita y que ahora lo es Madrid. Pues por esos mismos años se publicaban artículos donde a Barcelona se la comparaba con el Titanic, metáfora que hizo furor entre una provinciana intelectualidad a la que le parecía provinciano escuchar a Gary Cooper hablar en catalán o ver por TV-3 tantas referencias lugareñas y tan poco del acervo cultural universal. Y ello solo porque gobernaba Convergència i Unió, como si a la federación nacionalista la hubiera votado toda Cataluña.

¿Y no nos aleccionaba el Nobel sobre lo enormemente cosmopolita que era Barcelona en los años setenta, frente al desierto cultural de la Barcelona de los ochenta? ¿Entonces en qué quedamos, señora Aguirre o señores intelectuales con vocación extraterritorial? ¿Era Barcelona, hace 30 años, provinciana o cosmopolita?

Perdonen el paréntesis. Siempre me ha sorprendido la facilidad con que se aceptó ese terrible malentendido sobre el cosmopolitismo cultural de los setenta en Barcelona. Yo viví el primer lustro de esa década como una de las épocas más grises y planas de mi vida en Barcelona. Semanas Santas tétricas por las Ramblas, primeros de mayo celebrados en el Santiago Bernabéu o en teatros de la Gran Vía madrileña con la presencia de la primera dama, Carmen Polo, y los chascarrillos de uno de los máximos payasos de la democracia orgánica llamado Andrés Pajares (¿lo recuerdan?), emitidos por la tele.

Si tenías la suerte o la voluntad de arribista balzaciano en los jolgorios de Mitre y Muntaner, la vida se veía de otra manera

Claro que si pertenecías al selecto grupo de la jet set de la cultura barcelonesa, tu percepción podía sufrir los efectos distorsionadores de un espejismo: el elitista islote de Bocaccio. Si pertenecías a esa tropa de gente encantadora y cultivada, te ahorrabas los cafés aguachirles del American Soda (ese bar con altillo que estaba en la esquina de la entonces calle de San Pablo y Ramblas) y los gritos por sorpresa al oído de esa émula de la legendaria La Moños llamada María.

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Si pertenecías a esa élite tan cosmopolita y glamurosa, te ahorrabas los bocadillos con roedores que he visto una noche en Nuria. Si tenías la suerte o la voluntad de arribista balzaciano en los jolgorios de Mitre y Muntaner, la vida se veía de otra manera. Te hartabas de whisky y versos de Eliot más unos toques de polémica cubana y la chatura de la vida intelectual y social del franquismo quedaba enmudecida, con ecos lejanos de esas manifestaciones relámpago que los trabajadores de la Seat convocaban como recordatorio de que vivíamos en una dictadura. Fin del paréntesis.

La presidenta también hace hincapié en el hecho de que el amo de la ludopatía internacional hizo caso omiso de la presencia del mar en Barcelona a la hora de decidirse por Madrid. Dice Aguirre que para consumir teatro y estarse repantigado en un sofá del complejo hotelero, a quién le importa el puto mar (perdón, pero así pienso yo que a ella le hubiera gustado expresarse).

Y tiene razón. ¿Para qué hace falta el mar cuando de lo que se trata es de encerrar a la clientela en un complejo para vaciarles los bolsillos hasta que queden exhaustos de perder para mayor gloria y fortuna del señor Adelson? ¿Hace falta el mar? No, pero sí una ley del tabaco más laxa para que el amo no se enfade y se le ocurra llevarse su chiringuito a otra parte menos obsesionada con las regulaciones. Al fin y al cabo, a la señora Aguirre y al amo norteamericano les pone lo mismo: suntuosas habitaciones con vistas a las tragaperras y ese adictivo sonsonete: ¡hagan juego, señores, hagan juego!

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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