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Crónica
Texto informativo con interpretación

El Gravat, profesional de la paliza

Un guardia llegó a atemorizar a la Barcelona de posguerra con su brutalidad

La calle del Arc del Teatre fue testigo de los singulares métodos del odiado agente del desorden.
La calle del Arc del Teatre fue testigo de los singulares métodos del odiado agente del desorden.TEJEDERAS

Para los barceloneses de hoy en día, el nombre de El Gravat seguramente no significa nada. Pero para los vecinos de más edad evoca una época oscura y violenta, cuando un triste sereno de la porra tenía derecho de pernada y poder suficiente para amargarle la vida a cualquiera. El recordado Sebastià Sorribas —célebre autor de El zoo d’en Pitus— se acordaba de él en el libro de memorias que escribió sobre el Barrio Chino, cuando El Gravat entraba a toda velocidad por la calle del Arc del Teatre para hacer una redada entre la multitud de pobres y desgraciados que allí improvisaban un mercadillo de pescado, limones o tabaco de colillas. Contaba Sorribas que cuando veían su furgoneta la gente le insultaba y él se subía a la acera e intentaba atropellarles. También le recordaba Paco Candel, que explicaba que en una ocasión le tendieron una trampa en un mercado. Se organizó un altercado para separarle de sus ayudantes y, una vez que lo vieron solo, las pescaderas le dieron una paliza armadas con grandes peces congelados. Aunque yo tengo mi propia fuente en mi madre, carnicera de la Boqueria y la Barceloneta, que le vio actuar en varias ocasiones arrestando a bofetadas y empujones a las pobres mujeres que vendían pan blanco de tapadillo para sobrevivir.

De El Gravat no sabemos ni el nombre (al menos yo no he sabido encontrarlo), ha pasado por la historia como una sombra difusa. Parece ser que era un falangista grosero y malcarado, a quien después de la guerra hicieron guardia municipal. Su apodo hacía referencia a una viruela pasada en la infancia, que le había dejado marcado el rostro con innumerables agujeros. Mi padre aún lo conocía mejor pues ambos vivían en la calle de los Jocs Florals, en la barriada de Sants. Cuenta que tenía la costumbre de aparecer desnudo y desafiante en la terraza de su casa, acompañado de alguna prostituta, con una pistola por toda indumentaria. Y que cuando pasaba por la calle, todo el mundo procuraba no mirarle a los ojos. Cualquier motivo era bueno para que el agente demostrase públicamente su total impunidad y su poder.

Los escritores Sebastià Sorribas y Paco Candel inmortalizaron los métodos de este bruto

En la posguerra, El Gravat fue el encargado de reprimir la venta ambulante. El control de los mercadillos se remontaba a los años treinta, cuando la figura de un agente apodado El Negro se hizo tan popular que les llamaban así a todos aquellos que vigilaban los abastos. Pero, terminada la Guerra Civil, esta actividad se hizo especialmente sangrante en una ciudad donde reinaban el hambre y la miseria. Mientras el ciudadano malvivía con cartillas de racionamiento —y los corruptos del régimen se dedicaban al estraperlo—, la policía solo perseguía a las pobres matuteras que entraban alimentos de contrabando. Para ello, El Gravat disponía de tres hombres y un chófer, todos ellos igual de pendencieros, que se paseaban entre la Torrassa y el Barrio Chino en una furgoneta Ford de color gris, sembrando el terror entre los más humildes. Su sistema era sencillo y eficaz. Rondando por lugares como la calle del Arc del Teatre, seleccionaban a su víctima. Y con gran contundencia verbal y física —las agresiones en la vía pública eran frecuentes—, confiscaban la mercancía y la revendían después en el mercado negro.

Más tarde le encargaron el control de los emigrantes que llegaban de Andalucía a la estación de Francia. Debían tener un trabajo y un domicilio fijos; si no, los arrestaba y los devolvía de vuelta al pueblo (su fama llegó incluso a Sevilla, donde también era conocido como El Picao). Otra de sus especialidades era secuestrar a un grupo de gitanos y pedirles dinero a cambio de dejarles marchar. Si se negaban, recibían una paliza y los abandonaban en algún descampado de la ciudad.

Si los emigrantes llega[an a la estación de Francia sin trabajo, los devolvía a su pueblo
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Se dice que este agente del desorden era el único de la policía municipal que iba armado con una pistola, pues en respuesta a su brutalidad fue objeto de varios intentos de linchamiento por parte del vecindario. Aunque a él parecía darle igual y cada nuevo altercado aumentaba su grado de contundencia. Su leyenda negra incluye violaciones, embarazadas aporreadas en la acera y prostitutas maltratadas. En una ocasión decidió limpiar la ciudad de vendedoras de claveles y esa noche apareció en un convento de monjas con la furgoneta colmada de flores. Quizás ese era su concepto de ser un buen cristiano, pero por el camino había dejado a un puñado de familias sin cena.

Como el personaje de una novela de Juan Marsé, El Gravat desapareció en fecha desconocida y nunca se volvió a saber de él. Por los descampados del Chino muchos dijeron que le habían asesinado. Y Barcelona respiró aliviada.

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