Cantinela centralista
En el año 2007, España tiene una deuda pública acumulada del conjunto de Administraciones equivalente al 36,3% del PIB, frente al 65,2% de Alemania o un 64,2% de Francia
A juzgar por algunas informaciones y comentarios que pudimos leer y escuchar en los últimos tiempos, la actual estructura del Estado autonómico sería la principal responsable de la grave crisis económica que estamos padeciendo. Desde este punto de vista, todo se resolvería desmantelando el actual modelo descentralizado y recuperando el Estado unitario. Partiendo de la existencia de disfunciones, duplicidades y una importante dosis de irracionalidad en el conjunto de las Administraciones públicas de nuestro país, tales afirmaciones, poniendo en solfa la estructura del Estado e incluso a la propia clase política, merecen, cuando menos, algunas matizaciones, a la luz de datos objetivos y fácilmente contrastables.
Es un hecho cierto que la crisis económica que padecemos tuvo su origen en el desarreglo financiero que comenzó en Estados Unidos allá por el año 2007. Una crisis que llegó a nuestro país y se agravó como consecuencia de la burbuja inmobiliaria y de la irresponsable actuación de algunas entidades crediticias, principalmente cajas de ahorros, que han puesto a nuestro sistema bancario en un grave aprieto. Ambas circunstancias convirtieron nuestra deuda privada en una de las más abultadas del conjunto de países desarrollados. Contribuyó también a agravar la situación el hecho de que el gobierno de turno no la hubiese detectado a tiempo y no adoptase, en momento oportuno, las medidas necesarias para contenerla o minorarla.
No parece pues, que en la descentralización política y administrativa que impuso el Estado autonómico esté el origen o causa del escenario de bancarrota en el que, parece, nos estamos moviendo. Por otra parte, ha sido España, con la misma estructura de Estado compuesto o descentralizado, la que lideró el crecimiento económico y la creación de empleo en la Unión Europea entre los años 2001 y 2007. Hoy, países de estructura federal, es decir, estados compuestos como el nuestro, tienen los más altos índices de eficiencia en la gestión pública y prosperidad de Europa, casos de Alemania, Suiza o Austria.
Pero además, el análisis de algunos indicadores echa por tierra tal tesis. En el año 2007, cuando aparecen los primeros nubarrones en el panorama financiero internacional que amenazan el crecimiento de los países desarrollados, España tiene una deuda pública acumulada del conjunto de Administraciones, central, autonómica y local, equivalente al 36,3% del PIB, frente al 65,2% de Alemania o un 64,2% de Francia, con un superávit, en el mismo año, de 1,9% frente al 0,2% de Alemania o al 2,7% de déficit que presentaba Francia. Estábamos pues mejor que nuestros competidores. Si analizamos el gasto público del conjunto de las Administraciones, vemos cómo en ese mismo año, ya cumplido el 30º aniversario de la creación del Estado autonómico, España tiene un gasto público del 39,2% del PIB mientras que Francia llega al 64,2% y Alemania al 43,5%. Finalmente, un dato llamativo: visto el montante de gasto público según el grado de descentralización, resulta que Grecia, Portugal e Irlanda son los países de Europa con mayor nivel de centralización del gasto, mientras que Alemania, Finlandia, Suecia, España y Dinamarca ocupan los últimos lugares.
A la vista de estos datos, resulta completamente irracional izar la bandera del nacionalismo centralista para atacar el modelo actual y propiciar la vuelta al centralismo de antaño, esgrimiendo criterios de eficacia y eficiencia.
La misma falta de razón está detrás de quienes dirigen, con machacona insistencia, el dardo hacia la clase política. No parece que exista duda de que nuestra “partitocracia” es susceptible de ajustes y mejoras. Ajustes y mejoras para dar más protagonismo a la sociedad en la elección de sus representantes, modulando el actual sistema de listas cerradas o introduciendo una segunda vuelta como ya tienen otros países de nuestro entorno. Parece también exigible una mayor contundencia y eficacia de los partidos políticos en la lucha contra la corrupción y, en general, en la mejora de la gestión de los recursos públicos y de los intereses generales del conjunto de la sociedad. Pero demonizar la clase política de modo indiscriminado supone dar un primer paso hacia la política sin políticos. Un escenario propio del despotismo ilustrado de tiempos felizmente ya superados, en el que se mueven con gran soltura los demagogos e iluminados, que no tienen escrúpulos en utilizar la democracia para alcanzar el poder, pero tampoco en utilizar el poder para acabar con la democracia.
Solo la voluntad popular expresada en las urnas, combinada con la ley de los grandes números, puede garantizar más racionalidad y sentido común en la actuación de la clase política y a su vez, la necesaria equidistancia entre ese nacionalismo centrípeto que ahora se manifiesta y los nacionalismos centrífugos que quieren ver en los momentos difíciles la oportunidad para alcanzar objetivos excluyentes.
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