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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La utopía nos rodea

Las palabras pierden su significado; en la era de la información ya no se usan para comunicar, sino para distorsionar

Las palabras están tan desgastadas, manoseadas, retorcidas y tergiversadas que escribir es un riesgo. Tras años de periodismo y de intentar que el vocabulario fuera preciso, fiel e inequívoco, resulta que lo de ahora mismo —“la devaluación de la palabra”, según Lluís Bassets— es mucho peor que escribir entre líneas. Los más jóvenes ignoran, tal vez, que leer entre líneas era lo pertinente en el franquismo: este tipo de lectura resultaba, a veces, apasionante, como cuando un gesto basta para entender el mensaje. Una comunicación perfecta que equivalía a entender lo contrario de lo que se decía: un lío construido por la costumbre para intentar saber lo que sucedía sin censura.

En cambio, lo que ahora ocurre es que las palabras andan sueltas, desmadradas, sus significados pueden ser imposibles, contradictorios. Las palabras hoy se compran y se venden: Edgar Morin aseguraría que se corrompen. Por lo cual la era de la comunicación, como diría Manuel Castells, se transforma en la “era del equívoco, del malentendido, de la incomunicación” o, con benevolencia, en la era de la estupidez. La desregulación de la palabra —mensajes de móvil, tuits, digitalia en general pero también la tertulianitis y politiquería tóxica— la convierte en un jeroglífico y en un lenguaje encriptado y, a la vez, sin sentido.

¿Consecuencias? No hay que ser un lince: todo son interpretaciones, especulaciones, expectativas ilusas. Nadie se entiende, ni entiende lo mismo, por ejemplo, de un sustantivo como rescate o préstamo, palabras que equivalen, en estos momentos, a una declaración de amor al sistema teológico de la poseconomía (copyright de Antonio Baños), transformada en el horizonte de nuestras vidas y en la utopía del dinero autorreproducido. Pura farsa. Locura.

El asunto viene de lejos. El increíble John D. Rockefeller (1839-1937), cabeza de la Standard Oil, monopolio que controlaba el 90% del petróleo en Estados Unidos, convenció a las cabezas pensantes precursoras de Milton Friedman de que “un trust es una institución filantrópica, creada gracias a la benevolente absorción de los competidores para salvarles de la ruina, combinada con la conservación de los seres humanos y la ingeniosa utilización de los recursos naturales para beneficio de la gente” (en Los Rockefeller de Collier y Horowictz). El dinero a lo grande ha efectuado un gran trabajo de reeducación en la desregulación lingüística.

Lo único que nos puede confortar (permitidme el cinismo una vez más) es que nadie entiende nada de lo que se está haciendo con la excusa de arreglar el mundo

La cosa del rescate hoy resulta trascendente: ¿Es un éxito o un fracaso para el Gobierno y para el conjunto del país? ¿Recordáis la famosa frase atribuida Pirro, rey del Epiro, tras la victoria de Heraclea en el año 281 a. C.? “Otra victoria como esta y estamos perdidos”, dijo aquel griego lúcido. Así que, por ahora, (mañana ni se sabe) hay que concluir que el rescate es tanto un éxito como un fracaso, tenga o no responsable concreto. No os preguntéis pues si el rescate os afectará o no: ya vemos en qué nos afecta. Está en marcha una desregulación mental (ética y moral) que, ¿por qué no?, cabe imaginar con el rostro de un Frankenstein cualquiera.

Lo único que nos puede confortar (permitidme el cinismo una vez más) es que nadie entiende nada de lo que se está haciendo con la excusa de arreglar el mundo (lo cual incluye, desde luego, todos los territorios posibles: desde lo más próximo hasta lo más global).

Nadie entiende nada pero aquí —Cataluña, España, la Europa del euro— el más tonto asegura que sabe latín. “Es inteligente como un periódico. Lo sabe todo y lo que sabe cambia cada día”, según el magnífico aforismo de Elías Canetti. También Marshall McLuhan insistía: “Cuanta más información haya que evaluar menos se sabrá”. Y el resultado es común: una tontería tras otra. ¿Alguna verdad? ¿Qué es la verdad? Tristeza.

¿Palabras? Sabed que 2 + 2 ya no son 4: está obsoleto. ¿Recordáis la contabilidad creativa? Pues eso: 2 + 2 pueden ser, tranquilamente, 22, o incluso, 220 o 2020. Lo oímos todos los días. ¿Innovación? ¡Utopía, juegos de manos! “Hoy día podemos convertir el mundo en un infierno, como ustedes saben, estamos en el buen camino para conseguirlo” dijo Herbert Marcuse en su conferencia de 1967 El final de la utopía. Acertó.

Margarita Riviere es periodista.

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