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Alta fidelidad

Los fotógrafos son hijos naturales de la obturación, cosecheros del instante preciso

En medio de la galerna uno encuentra momentos reconfortantes. Paseaba por Bilbao con mi amigo el fotógrafo Ricky Dávila cuando este me propuso una visita a la Sala Rekalde para ver la exposición de Vari Caramés. No sé si ustedes saben que la amistad de un fotógrafo ilumina muchas veces el tránsito y otras apaga la luz al final del pasillo. Son, en cualquier caso quienes hacen fotos y revelan imágenes, hijos naturales de la obturación y la exposición, herederos del milagro y del paso del tiempo, cosecheros del instante preciso y de la eternidad del segundo.

Los fotógrafos son tan necesarios en la vida como en las paredes del salón o en las revistas ilustradas. Conocía a Vari desde sus andanzas episódicas en los años ochenta con la movida viguesa y aledaños, aquel pop efervescente que desde la orilla atlántica atacaba la conciencia con un verso libre y el blanco y negro del hollín de las grúas y los andamios. Perdí de vista luego a Vari con el paso de los años, pero sabía que en el algún momento me reencontraría con él: fue en Bilbao y doy gracias por la conexión norteña porque su Ritmo Mareiro (que se exhibe en la capital vizcaína hasta mediados de julio) es un test de personalidad para cualquier amante de la fotografía y, sobre todo si es gallego, un reeencuentro con la humedad y la piedra, la vaca, el cerdo y ese país inexistente que tiene sus propias leyes fotogénicas y muchos tabúes que me parecen que desafían con el paso de los años cualquier memoria folclórica y revientan en cualquier ciudad el día menos pensado con su aroma a infancia y mar gruesa.

Venía de almorzar esa día con Ernesto Valverde, al que muchos aficionados al fútbol conocerán, pero que en esta ocasión quería mostrarme las fotos (también las fotos) que en la soledad del manager, en el paso de los años fue perfeccionando en Atenas y en muchos escenarios azarosos de su vida, demostrando que el fotógrafo es una especie de Polifemo contemporáneo, un monstruo torpe y tierno que ve por el único ojo que la creación le ha concedido, ese ojo que presencia otras imágenes distintas a las de la vida cotidiana. Gran fotógrafo también Valverde, al que le quedan todavía muchos objetivos tanto en los estadios de fútbol como en esos personajes que rodean las efemérides de los campeones, los viajes en autobús, los hoteles de concentración o la vida de algunos héroes modernos de mil tatuajes y resplandecientes gafas solares.

Volviendo a Vari, sus series como dice él mismo, aluden a la Alta Fidelidad, ese lugar al que siempre se vuelve, ese paisaje en perpetua construcción, esa ola que no acaba de quebrar, ese café posado para siempre en un lúgubre bar del puerto. Alta Fidelidad y mucha honestidad a una fotografía que camina en silencio por la piedra, que observa en silencio, casi como una oración, el paisaje, que pide permiso a los animales antes de ser llevados a la bañera, a la orilla de la luz. Y poniéndonos ya un poco más densos esa conversión que no hace mucho lleva al ferrolano al color como una tierra de peligros infinitos pero también de una resplandeciente promesa: un salto al vacío que Vari opera con la tranquilidad de un cirujano dotado no tanto de un instrumental de vanguardia (la técnica es aquí lo de menos) sino de un ojo prodigioso y un pulso muy firme.

Vemos desfilar las imágenes de Vari como una procesión en silencio de momentos capturados en Santiago o en Vigo, en las piscinas o en los muelles, y acude ese rumor del desarraigo que llevamos dentro un poco todos los gallegos, ese rumor cosmopolita y de gente en tránsito que a veces nos asomamos al cristal húmedo de un bar de otra ciudad, o de un tren en movimiento y deseamos capturar esa melancolía que nos invade y no sabemos muy bien de dónde, de qué rincón del mundo sopla y agita nuestros recuerdos.

Con Vari es fácil recomponer la senda y limpiar los ojos, afrontar ese pequeño milagro del tiempo detenido en una imagen. Dice que a veces de los defectos se pueden conseguir “efectos felices” y muchos de esos efectos están en sus fotos. Rumores fuera de campo, olores que invaden la galería, nostalgias de un tiempo y de un lugar que ya no existen o quizás sólo existen en ese instante perfecto del fogonazo, del nadador que da una nueva brazada, del océano que improvisa un nuevo movimiento ante la eternidad de una cámara que quiere apresar uno solo de su infinitud. Vértigo y calma, ritmo mareiro pero también una balsa de piedra en la que habitan santos y fantasmas, héroes y tumbas. En Galicia, en Bilbao. Lo celebramos.

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