Las bermudas de Botín
Yo creo que una persona no alcanza el éxito en la vida hasta que puede presentarse ante el jefe del estado en bermudas y con el niki corporativo de su empresa. Eso es lo que hizo el otro día el patriarca de la banca española, Emilio Botín, en no sé qué malhadado encuentro del rey con empresarios.
El niki rojo del célebre banquero destacaba como un rubí refulgente en medio de la composición de trajes azul marino o gris marengo. Sin zapatos con calzas, el magnate de la banca se veía, físicamente hablando, un tanto disminuido de tamaño. Es lo que pasa cuando a un señor que va siempre con traje de repente lo vemos sin él: que pierde. De no ser Emilio Botín Emilio Botín, uno habría pensado que el jardinero del hotel se había equivocado de puerta y, en vez de usar la escalera de servicio, se ha topado de repente con un cóctel de diplomáticos.
Sabíamos que Emilio tenía muchísimo dinero, pero las bermudas confirman que la cifra real no es de este mundo. Triunfar en la vida: eso representan las bermudas, abrumadora demostración de que uno es rico, lisa y llanamente rico, tan rico que puede llevar la pantorrilla al aire no ya en los salones enmoquetados del Club Hípico, del Club Marítimo o del Club de Vela, sino antes las mismísimas narices del monarca. Presiento que las canillas desnudas de Botín no habrían encontrado resistencia ni en la Sociedad Bilbaína, donde uno o entraba con dogal en la garganta o no entraba bajo ningún concepto.
Botín, con su gesto, no solo ha puesto en evidencia a otros magnates, también ha señalado con un dedo brutal a los que llevan traje no por gusto, sino como exigencia de su condición de asalariado: dependientes de grandes almacenes, vendedores de coches, empleados de banca, vamos, los mismísimos empleados del mismísimo Botín.
El traje y la corbata generan un campo eléctrico alrededor del que lo lleva, es una especie de ostentosa declaración del patrimonio, si bien como indicador (Botín lo prueba) casi siempre es un fraude. Recuerdo cierta ocasión, hace muchos años. Yo trabajaba en un concesionario de coches y, a pesar de que mi oficio era recrearme en las delicias contables del balance, aquel día, por sobrecarga de trabajo, tuve que conducir un deportivo formidable hasta el chapista. Por aquel entonces los empleados de administración teníamos la consigna de llevar traje y corbata. Pues bien, tuve que parar en un semáforo, circunstancia que aprovechó un indigente (quién sabe si precursor de los indignados del 15-M) para acercarse hasta la ventanilla y empezar a insultarme. Debido a mi vestimenta, a mi coche (quizás también a mi porte aristocrático) el tipo vio en mí un rico, un capitalista, un potentado. ¡Cuán equivocado estaba! Recuerdo el sueldo de aquellos años y aún me entra un escalofrío. En mi caso, lo de rico, capitalista, potentado, vino mucho después.
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