La dama del pelo de escoba
No sabía de qué escribir. Reconozco que estoy harto de los recortes, de los mercados, de Bankia, de Rato, del Banco de España, de la política trampa que culpabilizaba a los ciudadanos, por sus ahorros, y salva a Rodrigo Rato, por su magnífica gestión, en detrimento de Fernández Ordóñez, como si el ¿presidente? del Banco de España fuera un candidato al premio Nobel de Economía caído en desgracia. Entre RR y MAFO, el PP ha elegido a RR porque es un poquito más de los suyos. Y porque los culpables somos nosotros, que no se nos olvide.
Estaba yo en eso, fumando (en la calle, no me miren mal), pensando en lo débiles que somos, en lo débiles que son los políticos frente a los dueños del dinero, cuando me entró una mujer de edad indescriptible, con el pelo como una escoba usada, muy usada, entre blanco y negro. En el bar la conocían por su asiduidad y su fe en el café. Yo no la conocía y a primera vista me pareció ese tipo de gente que anda buscando conversación contra la soledad, que va de aquí para allá solicitando un interlocutor que le escuche porque tiene más que decir que escuchar. ¿Sería la loca del barrio?, me pregunté hacia mis adentros. ¿Me sometería a un monólogo imperturbable de esos que te hacen llegar a casa tarde inexorablemente sin una respuesta convincente que ofrecer a quienes te esperan? Pues sí, llegué tarde. Apuraba ella un café larguísimo y tenía la tez morena como del altiplano y una edad indescriptible. A su lado conversaban, ¡cómo no! sobre la derrota del Athletic en Bucarest. “Bueno, a fin de cuentas el Atlético lo crearon estudiantes vascos en Madrid”, dijo con una voz más angelical que los ojos de Michelle Pfeiffer. ¡Tenía a mi lado a la única persona feliz en Bilbao tras la depresión de Bucarest! No era cuestión de desaprovechar la felicidad.
Ella, por su cuenta y riesgo decidió advertirme de los males del tabaco. Y allí nació su relato sobre el desastre mundial visto con los ojos de la humanidad. Había estado en Cuba, Mozambique, Angola y no sé cuantos países más, de esos que no figuran en el menú de los mercados. Me dijo una frase que me llegó al alma: “Les enseñábamos a los niños a no meterse la mano en la boca para evitar infecciones”. Medicina sublime, medicina cotidiana. Era —y es— profundamente religiosa, pero no era una fan de Dios ni de la Iglesia, de esos y esas que tanto abundan en los despachos parroquiales y ministeriales. Había dejado media vida o más en la ayuda a los demás, sin pararse a pensar si eso lo mandaba Dios. Ella creía en los hombres, es decir, no en los banqueros, ni en el FMI. Le importaba una mierda Rato y sus malos ratos. Ella con su pelo de escoba, es la mujer más limpia que he conocido en mucho tiempo. No me quiso llevar a la fe, solo quitarme del tabaco. Me dieron ganas de besarla, pero no me atreví. Ella me dijo que tenía cara de buena persona. Y entonces me derrumbé. Me barrió el alma.
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