A largo plazo todos muertos
El plan estratégico del Gobierno no es bueno o malo; sencillamente no es un plan
“Nos encontramos ante una estrategia, ante un plan a largo plazo”. Este era el mensaje de Carlos Floriano, vicesecretario de Organización del PP, al término del Consejo de Ministros que aprobó el proyecto de ley de Presupuestos Generales de Estado. De un único disparo quedaban abatidos dos tópicos instalados en nuestras descreídas sociedades: uno, la mirada miope de la clase política, que no alcanza más allá de un mandato electoral; y dos, la filosofía cortoplacista de la derecha neoliberal, propia de un sistema donde los intereses financieros priman sobre las necesidades de la economía real. ¿Podemos celebrar esta súbita conversión del PP a la disciplina de la reflexión estratégica? ¿O se trata de un ejercicio retórico, que se autoacusa al excusarse, presumiendo justamente de aquello de que se carece?
Recordemos cuáles son los elementos básicos de toda planificación estratégica y contrastemos su plasmación en el documento multicolor entregado al Parlamento por el ministro Montoro (el libro amarillo y el cuaderno blanco, en especial). Primero, el objetivo final a alcanzar. Un objetivo estratégico es imperativamente exigente y el que proyecta el Gobierno de Rajoy sin duda lo es. Se trata de “lograr un crecimiento sostenible y fomentar la creación de empleo, garantizar el bienestar de los ciudadanos y ofrecer una perspectiva de futuro más próspera, justa y solidaria”. Pues bien, para que un objetivo sea gestionable, ha de ser medido. ¿Alguna cuantificación precisa en términos de PIB o de tasa de empleo? Ninguna.
Puesto que los objetivos son exigentes, el proyecto ha de ser necesariamente de larga duración. Por ello, el segundo elemento básico de un plan estratégico es el horizonte temporal o plazo que lo enmarca. ¿En cuántos años prevé el Gobierno alcanzar los objetivos establecidos? No hay respuesta; y difícilmente puede haberla, si los objetivos no han sido previamente cuantificados.
Tercero, el llamado “análisis externo”, es decir, el estudio del entorno económico, tecnológico, competitivo, demográfico, laboral, social, etc. en que va a tener lugar el desarrollo del proyecto. Pues bien, el libro amarillo despacha en una docena de páginas el repaso del “contexto internacional y mercados financieros”, focalizando todo el análisis en la situación actual de las economías y de los mercados. Por pura coherencia con la duración del plan, parece inexcusable indagar en las tendencias de futuro. Y así es cuando comienzan a aflorar las preguntas incómodas: ¿es sostenible el modelo de crecimiento que nos hemos dado los occidentales? ¿tiene alguna relevancia la evolución previsible de variables como la población, la energía o el cambio climático? ¿qué impacto cabe esperar del crecimiento imparable de las potencias emergentes? ¿cómo resolverá la ineptitud institucional de la eurozona los desequilibrios y las contradicciones internas de sus economías? Un elocuente silencio por respuesta.
Sigue, a continuación el “análisis interno”, es decir y conforme a un modelo archiconocido, el estudio de las fortalezas, debilidades, amenazas y oportunidades que caracterizan —ahora y en el futuro próximo— a una economía. Como es bien sabido, la raíz de los desequilibrios financieros de España no se encuentra en las cuentas públicas sino en la insuficiente competitividad del país. ¿Algún análisis sectorial en base a los datos de la balanza comercial exterior? ¿Alguna reflexión acerca de la política cambiaria que Alemania impone al resto de la eurozona? Nada, en absoluto.
Analizado todo lo anterior, un plan estratégico establece las grandes líneas de acción, los programas, los recursos asignados, los resultados esperables y los hitos temporales del proceso. Todo ello, a partir del conocimiento de las relaciones causales entre medios y objetivos parciales, así como entre éstos y los objetivos finales. ¿Para qué seguir?
El plan estratégico del Gobierno no es bueno, malo o mejorable; sencilla y categóricamente, no es un plan. Lo cual, según el maestro Porter, nos coloca en el peor de los escenarios, a saber, “una estrategia sin plan”. Una estrategia que sorprende por su esquematismo extremo y por su simplicidad intelectual: la austeridad genera confianza, y la confianza conduce al crecimiento. Y una estrategia que aterra por su presentismo ciego. En lugar de una visión a largo plazo, lo que los gobernantes llaman futuro es un inmenso agujero negro capaz de succionar, año tras año, energías y recursos sin fin.
Y para añadir unas gotas de casticismo, nuestros dirigentes comienzan a invocar a la divina Providencia. Tienen razón: su estrategia es un ejercicio sacrificial que aspira a ganarse la clemencia de esos dioses modernos llamados mercados a base de renuncias (la austeridad más las reformas), oraciones (súplicas lastimeras a los santones de Bruselas) y fe, mucha fe (que es creer en lo que no se ve). Reconfortante ejercicio pseudo-religioso, diría un freudiano, que nos permite conjurar los terrores que inspira la economía, compensar las privaciones que es preciso soportar, y reconciliarnos con la fatalidad y el destino.
Contra este sacrificio colosal del hoy en aras de un mañana de rostro incierto se alzó la pluma de John Maynard Keynes. En su Breve Tratado sobre la Reforma Monetaria puede leerse: “El largo plazo es una guía engañosa para los asuntos del presente. En el largo plazo todos estaremos muertos. El trabajo de los economistas es demasiado fácil y demasiado inútil si en un período de turbulencias lo único que nos dicen es que cuando haya pasado la tormenta el océano volverá a estar en calma”.
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