Sombras doceañistas
En cuanto a la articulación territorial del Estado, la propuesta de 1812 es de un unitarismo estricto y sin matices
Sin propósito alguno de echar agua al vino conmemorativo del bicentenario de la Constitución de Cádiz, sí me parece legítimo y quizá hasta útil plantear algunas objeciones al discurso que, desde las más altas autoridades del Estado, ha propuesto estos últimos días el texto de 1812 como un ejemplo, como un modelo, como una fuente de inspiración para la España actual.
La prolija (384 artículos) Constitución política de la Monarquía española promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812 puso la primera piedra del frágil y tambaleante edificio del Estado liberal español, convirtió a los súbditos en ciudadanos titulares de derechos inalienables, distinguió con claridad entre “la potestad de hacer las leyes”, la de “hacer ejecutar las leyes” y la de “aplicar las leyes”, es decir, entre los tres poderes definidos por Montesquieu… Esos méritos no se los discute nadie. Menos ejemplar resulta, a ojos actuales, su furibundo confesionalismo: el texto gaditano comienza “En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad”, y su artículo 12 establece que “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera”.
Con todo, ni la acendrada impregnación católica ni la beatitud de algunos de sus planteamientos (artículo 6º: “El amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos”) lograron que la obra de la élite constituyente asediada en Cádiz conectase con el sentir de la inmensa mayoría social de campesinos analfabetos fanatizados por la Iglesia; aquellos que, ante el dilema de 1814 entre la Constitución y el retorno del absolutismo de Fernando VII, respondieron con el “¡vivan las cadenas!”. En gran parte a causa de eso, la mitificada Pepa rigió precariamente durante apenas seis años, troceados, además, en tres etapas distintas, y su influjo fue mucho más intelectual que jurídico o administrativo.
Toda la obra legislativa de las Cortes de Cádiz —en la que participaron sin reserva alguna los 21 diputados por Cataluña— tenía como horizonte “la deseable uniformidad de legislación”
En cuanto a la articulación territorial del Estado, la propuesta de 1812 es de un unitarismo estricto y sin matices. Dando provisionalmente por buenas (a la espera de “una división más conveniente (…) luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan”) las 19 provincias en que el Antiguo Régimen dividía a “la Península e islas adyacentes”, la Pepa concebía tales provincias (que eran Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla, Valencia, Baleares y Canarias) como entidades puramente administrativas gobernadas por el “jefe superior, nombrado por el Rey en cada una de ellas”. Este jefe, antecedente del gobernador civil, presidiría además “una Diputación llamada provincial” con modestísimas competencias de gestión tributaria y de fomento económico.
No solo eso. Toda la obra legislativa de las Cortes de Cádiz —en la que participaron sin reserva alguna los 21 diputados por Cataluña— tenía como horizonte “la deseable uniformidad de legislación”, la puesta en pie de un Estado nacional centralizado según el modelo francés de 1792; un Estado que, so capa de modernización y progreso, liquidase las antiguas identidades y singularidades jurídicas para, en el caso concreto de Cataluña, culminar la tarea asimilacionista iniciada un siglo atrás por la Nueva Planta de Felipe V. El problema fue que, a lo largo de los 100 años siguientes, la endeblez y la pobreza de ese Estado iban a convertir aquella empresa de nation-building en un fracaso al menos parcial.
Naturalmente, no se trata de reprochar a la Constitución de Cádiz ser hija de su tiempo. En cambio, sí me resultan sorprendentes los discursos oficiales que, esta misma semana, han invocado sin ningún matiz ni salvedad el texto de 1812 como glorioso predecesor del de 1978, y lo consideran “inspirador” de cara a superar las dificultades del presente. A menos que la receta del presidente Rajoy para salir de la crisis consista en sustituir las comunidades autónomas por diputaciones provinciales, cada una regida por un “jefe superior” designado desde La Moncloa.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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