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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Garoña

Antxon Olabe

El ministro de Industria, Jose Manuel Soria, ha confirmado en el Congreso del Partido Popular celebrado en Sevilla la voluntad del Gobierno de revocar la decisión de cerrar la central nuclear de Garoña en 2013, adoptada en la pasada legislatura por el Gobierno socialista y refrendada por el anterior Parlamento.

La central ha sobrepasado los 40 años, está plenamente amortizada, su diseño tecnológico es muy obsoleto y su aportación al sistema eléctrico español es marginal: apenas alcanza el 1%. Cerrar Garoña no presenta en consecuencia el más mínimo problema para el abastecimiento eléctrico. Sin embargo, si se alarga la vida del reactor hasta 2019 se favorece el objetivo de fondo de la industria nuclear española e internacional, que es conseguir el máximo alargamiento de la vida de las centrales existentes, que les generan ingentes windfall profits, los famosos beneficios caídos del cielo. Perdida la partida de la construcción de nuevas centrales en Europa y Estados Unidos, la industria nuclear busca desesperadamente mantener su presencia y beneficios en el negocio eléctrico alargando todo lo posible el ciclo vital de los reactores.

Las declaraciones del ministro han provocado un hondo malestar y preocupación entre la ciudadanía de Vitoria-Gasteiz, Capital Verde Europea, que se encuentra a apenas 45 kilómetros de distancia de la central. El propio alcalde, Javier Maroto, ha calificado la decisión de “error”, palabras apoyadas por el diputado general de Álava, Javier de Andrés, si bien a la hora de la verdad el grupo popular ha refrendado la posición del Gobierno en la votación llevada a cabo en las Juntas Generales, dejando a ambos dirigentes en una posición testimonial. Afirmar que la decisión se basa en motivos “técnicos” y no “políticos”, como se ha afirmado desde algunas instancias, es una cortina de humo con la que se trata de ocultar el posicionamiento abiertamente pronuclear que desde los tiempos del Gobierno de Aznar y Loyola de Palacio como comisaria europea de Energía y Transporte ha distinguido al Partido Popular.

El debate sobre Garoña tiene un relato histórico y un contexto internacional que conviene rescatar, más ahora en el primer aniversario de la catástrofe de Fukushima Daichii.

La energía nuclear ha estado desde sus inicios en Calder Hall (Reino Unido) en 1956 en el lado equivocado de la Historia. El aprovechamiento comercial de la energía atómica surgió históricamente como subproducto del desarrollo de las armas nucleares. Incluso Franco puso en marcha un programa nuclear destinado a conseguir armas atómicas. Informes desclasificados de la inteligencia norteamericana han sacado a la luz que el franquismo albergó durante años el deseo de convertir a España en una potencia nuclear semejante a Francia y Gran Bretaña. En ese marco de referencia y con ese propósito oculto, fue el generalísimo Franco quien inauguró la central de Santa María de Garoña (Burgos) en 1971. La democracia española desmanteló de raíz el programa militar, pero heredó el civil.

Respecto al contexto, tres apuntes. El primero, económico, para entender mejor por qué no se van a construir nuevas centrales en un futuro previsible en las economías de libre mercado. Tras décadas sin conectar nuevas centrales a la red eléctrica en Europa y Estados Unidos, la construcción de la central de Olkiluoto (Finlandia), se presentó hace unos años como el buque insignia del renacimiento nuclear. El proyecto ha sido, sin embargo, un completo fiasco financiero que ha acabado en los tribunales. Acumula cuatro años de retraso sobre los plazos previstos y una desviación presupuestaria del 100%. La inversión final se calcula en 6.600 millones de euros. Un coste de capital superior a los 5.000 dólares/kilovatio, cuando, por ejemplo, el coste medio de inversión en una central de gas es de 800 dólares/kv (Update of the cost of nuclear power, Du and Parson, MIT, 2009).

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Segundo, el inevitable contraste con las renovables. En el año 2010 se produjo el simbólico momento en que la capacidad instalada en energías renovables en todo el mundo —eólica, más biomasa, más solar (sin contar la hidráulica)— alcanzaba los 381 Gigavatios, sobrepasando los 375 GV del parque atómico. La energía nuclear es una tecnología del siglo XX. Las renovables son ya el siglo XXI.

Tercero, la seguridad, el argumento definitivo. Coincidiendo con el 25º aniversario de Chernóbil se produjo el desastre de Fukushima Daiichi el 11 de marzo de 2011. El comprobar que ni la nación más avanzada tecnológicamente del mundo era capaz de controlar adecuadamente un accidente nuclear tan grave, hizo que Alemania, la principal economía europea, decidiese cerrar las siete centrales construidas con anterioridad a 1980 y consensuar en el Parlamento el cierre ordenado de las nueves restantes para 2022.

Seguramente, nada expresa mejor el signo de los tiempos que Siemens, la multinacional que ha construido las centrales de Alemania y buena parte del resto del mundo, ha cerrado su división nuclear. Suiza, Bélgica e Italia han seguido la estela alemana, alejándose de la energía atómica.

Fukushima ha puesto asimismo al descubierto los costes ocultos de la tecnología nuclear. El Gobierno japonés se ha visto en la necesidad de facilitar a Tepco —la empresa propietaria de la central— 64.000 millones de dólares para hacer frente a las demandas de indemnización de las 89.000 personas desplazadas de sus domicilios y asegurar la continuidad de las labores de control y recuperación de la central destruida. El astronómico coste económico del accidente pasa así al bolsillo del contribuyente.

Refiriéndose a las similitudes en la gestión de riesgos en el sector financiero y en el nuclear, el premio Nobel de Economía Stiglitz lo ha expresado con una frase redonda: “Un sistema que socializa las pérdidas y privatiza las ganancias está condenado a gestionar mal el riesgo” (Jugar con el planeta, EL PAÍS, 11-04-2011). Aviso para navegantes. Un año después del desastre de Fukushima, el ministro Soria no ha tenido sin embargo reparo en afirmar enfático que no se debe cerrar Garoña en 2013 porque “perderíamos energía barata”. Así se presentan las cuentas desde algunos centros de poder.

Antxon Olabe es economista ambiental.

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