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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Valentín, Cupido, Karina, ¡uff!

Llevo unos días en los que me sobresale tanto el amor que tengo miedo de que muera de tanto usarlo. A ver. Calma. Soy vasco. Y, como buen vasco, solo puedo hablar del amor en la taberna, donde nada es necesariamente comprobable, o literariamente, donde la metáfora siempre acude al rescate y quedas bien. Incluso muy bien si rematas... la frase, naturalmente. Me refiero a que ha sido esta una semana amorosa, la semana de Gigi el amoroso, de los enamorados, del ¡azúcar!, salvo para los diabéticos y para Piqué, que ha visto su primer partido desde la grada sin estar lesionado.

Han sido demasiados sobresaltos en poquísimo tiempo. A ver. San Valentín era un casamentero profesional, es decir, que de haber nacido ahora sería notario, siguiendo la religión de Ruiz-Gallardón, que, como es sabido, es hombre de fe —su apariencia recuerda a Groucho Marx, pero engaña— y ha decidido aumentar la carga de trabajo de los notarios, visto el descenso de las hipotecas. Casaba soldados, es decir, en aquellos tiempos —siglo III, según la leyenda—, casaba viudas, pero eso sí, viudas legales que por entonces, imagino, no cobraban pensión, ya que los soldados se limitaban a hacer su trabajo: morir. Pero, oye, mientras tanto estaban en paz con Dios, ya que el emperador de turno siempre estaba en guerra con alguien. Y yo que había imaginado a ese San Valentin de Hollywood que arreglaba matrimonios en peligro o juntaba parejas antes de que se descarriasen por la calle 42, como un consiliario de los de antes, pero con gabardina y sombrero...

Pero, claro, el amor no era solo cosa suya. Por ahí andaba un imbécil con alas, gordito sonrosado y pequeñajo que, para vencer el paro celestial, tiraba flechas a la gente por doquier. ¡Y estaba bien visto! Algo así como un asesino en serie, más propio de los Monty Python que de las pastorales obispales. Pues resulta que ese angelote comilón era la versión romana del griego Eros. Ese era otra cosa. Viciosillo para los de las pastorales, extraño para los vascos, menos metafórico, siempre al grano de la imaginación, de los deseos, de los sentimientos. Un subversivo, vamos. Dónde vas a comparar a aquel angelote con este propulsor del deseo, sibilino. Y griego. Así le va a Grecia. Tienen lo que se merecen por dedicarse a pensar toda la vida, a construir la democracia, a crear arte, filosofía, juegos olímpicos. ¡Chanfainas!

Total, que me he hecho un lío con este subidón amoroso en tan breve espacio de tiempo. Ya no sé si seguir al casamentero, al arquero o a Eros. Al angelote al que le puso música Karina con aquellas flechas del amor. ¡Vade retro! De ahí no puede salir nada bueno. Pero Eros,... Eros,... ¡Ramazzotti! ¡Arrea, Trini! ¡Uff!, prefiero volver a mi condición de vasco y dejar de elucubrar. Tampoco se vive tan mal.

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