Julio Llamazares y la penitencia por no haber escuchado las historias de la Guerra Civil de tu padre
El escritor recorre el camino que emprendió su progenitor como voluntario del Regimiento de Transmisiones: en ‘El viaje de mi padre’ entremezcla su viaje actual con la memoria fragmentaria del pasado

A Julio Llamazares, desde Luna de lobos (1985), se le ha dado bien escuchar a los otros y recordar el pasado colectivo a través de las voces de unos pocos. Era una inclinación de la que habían surgido sus primeros libros de poemas, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), pero entonces el escritor era un muchacho veinteañero y las voces que atendía eran los ecos de su infancia rural y de las historias oídas a los mayores, no la de un padre que había luchado en la Guerra Civil y en el bando vencedor. Como no hay ley más inderogable que la del paso del tiempo, aquel joven escritor, ahora ya entrado en la setentena, solo mucho después de perder a su padre en 1996 reparó, como nos pasa a la mayoría, en lo poco que había escuchado cuanto podía o tenía que decir. Por ejemplo sobre el largo viaje que emprendió en 1937, a sus 18 años, junto a su amigo Saturnino, desde el pueblo leonés de La Vecilla hasta la plana de Castellón, ambos como voluntarios del Regimiento de Transmisiones, cruzando todo el norte peninsular hacia un frente de guerra en Aragón que podía serles remoto y ajeno. Pero El viaje de mi padre no es la crónica de aquel viaje sino del que ha emprendido Llamazares en coche, en la misma época del año, durante el que va tejiendo las etapas y encuentros de su itinerario con los recuerdos fragmentarios que le transmitió Saturnino.
Como libro de viaje resulta heterodoxo en la medida en que el recorrido espacial aspira a ser un viaje atrás en el tiempo, lo que propicia que el lector confronte el viaje anodino del escritor, que puede adolecer de monotonía, con el avance angustioso de dos muchachos en 1937 hacia una probable muerte. Llamazares sugiere que su paso por los escenarios de la guerra, con sus vestigios en forma de trincheras y fortificaciones, induce la sugestión de que la Historia es tangible allí donde se produjo, sobre todo donde su acción fue más devastadora, como el pozo de Caudí donde fueron lanzados miles de fusilados, o la ciudad de Teruel con los 13.000 muertos de su asedio y resistencia, o el Caspe brutalizado por las tropas marroquíes del general Yagüe. La técnica de entreverar el relato del plácido viaje actual y el descenso al infierno bélico de entonces no es sencilla y creo que no logra generar emoción —hasta el final— ni conduce al fogonazo de una revelación. El lector queda como a la espera mientras asiste a excelentes descripciones paisajísticas y a muchas conversaciones con lugareños que, en general, prefieren no acordarse de la guerra y su fúnebre corolario o recuerdan ya lo que otros les contaron.
Desde las montañas leonesas hasta el litoral mediterráneo, el camino de Llamazares dibuja una España rural despoblada, todavía con una memoria llena la metralla de la guerra y la posguerra, un paisaje que permanece mudo sobre la tragedia que se desarrolló en él. El efecto de sentido más relevante es que ese recorrido va haciendo crecer gradualmente la magnitud de la ausencia atronadora del relato del padre, el que no llegó a oír el escritor y que ahora tiene que imaginar, porque las palabras que hubieran dado forma a su experiencia de la incertidumbre, la angustia y el miedo no se pronunciaron. El problema es que lo no escuchado se pierde para siempre e ir y volver a los lugares donde esas palabras tenían sus raíces es tan solo un ejercicio penitencial.

El viaje de mi padre
Alfaguara, 2025
326 páginas, 20,90 euros
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