Laurent Mauvignier, escritor: “La ultraderecha francesa ya ha ganado. Macron será responsable ante la historia”
El novelista publica ‘Historias de la noche’, un ‘thriller’ ambientado en la Francia de los chalecos amarillos que intenta entender de dónde surge la ira que ha llevado al partido de Le Pen a ser favorito en las legislativas de este domingo
El escritor Laurent Mauvignier (Tours, 1967) no esperó a que la ultraderecha francesa estuviera a las puertas del poder para indagar en el resentimiento social que ha llevado al Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen y Jordan Bardella a ser favorito en las legislativas de este domingo. Su última novela, Historias de la noche (Anagrama) es un thriller ambientado en la Francia profunda, en uno de esos lugares en los que surgió la revuelta de los chalecos amarillos, antecámara de los últimos acontecimientos. Todo empieza en una granja en medio de la nada, durante una fiesta de cumpleaños organizada por Bergogne, un joven agricultor, para su mujer, Marion. La pareja, sumada a su hija y a una vecina, verá irrumpir a tres hombres armados, conectados con el pasado de esa esposa.
El libro es la historia de un crimen, uno de esos sucesos que colman los telediarios, pero también un sutil retrato sociológico de una clase social que no abunda en la ficción literaria. Figura de las míticas Éditions de Minuit, menos conocido en España de lo que merecería, Mauvignier firma una novela llena de frases largas y cargadas de circunloquios, de esas que cortan la respiración, como escritas en apnea. La suya es una escritura de la violencia que, sin justificar nada, sí procura entender de dónde surge toda esa ira.
Pregunta. Sus libros hablan de una Francia poco o mal representada en la literatura.
Respuesta. En mi país existe una expresión que me exaspera: “la Francia invisible”, “la Francia anónima”. En realidad, esas personas tienen nombres, aunque no los conozcamos. Que no aparezcan en los medios no significa que no existan. No tengo la impresión de hablar de extraterrestres, sino de gente que uno se puede encontrar en cualquier parte. No sé cuántas personas viven en esas zonas rurales, pero está claro que no son minoría.
P. Al revés, es posible que sean mayoría.
R. Sí, y nos arriesgamos a descubrirlo en estas elecciones. Los mismos que se sorprenden por el ascenso de la extrema derecha llevan años negando la identidad y la existencia de esas personas. Los chalecos amarillos dieron voz a protestas y reclamaciones que llevo escuchando en mi región desde hace 30 años. Al leer ciertos artículos en la prensa, me sorprendió que descubrieran ese mundo de golpe. Hay gente que parece que no haya salido nunca de casa. Lo vimos durante la pandemia, con todos esos discursos tan bonitos sobre la neorruralidad. Me parece que muchos no saben lo que es el campo o, por lo menos, el campo donde yo crecí. Para algunas personas, parece que el campo sea Amélie Poulain en versión bucólica.
P. No es un fenómeno únicamente francés.
R. No, está pasando en toda Europa y en todo el mundo. Sucede también en Estados Unidos con Donald Trump. Los medios de Nueva York están totalmente desconectados de las zonas más remotas del país, no saben lo que son. No debería sorprendernos la reacción violenta de esa parte de la población. Por lo menos, a mí no me sorprende. Lo que me asombra es que no haya ocurrido antes.
P. ¿Cómo se ha convertido esa población rural o periurbana, que se siente ignorada y menospreciada, en una fuerza política decisiva en su país?
R. No es un proceso reciente. Hace décadas que germina ese resentimiento. En el campo francés siempre ha existido el racismo, pero en los últimos años se ha desinhibido. Además, las fábricas han cerrado y los jóvenes no tienen trabajo. Cerca de mi casa había una fábrica llena de amianto. Todos los hombres que trabajaban allí murieron. Fue uno de los primeros escándalos provocados por el amianto, pero las familias nunca fueron indemnizadas. La gente de mi edad que se quedó allí no consiguió trabajo. Todo eso crea un caldo de cultivo.
P. ¿El éxito del RN en esas zonas responde más a ese contexto que a una cuestión de racismo?
R. Es un conjunto de cosas, pero es cierto que existe una pobreza de la que raras veces se habla. En Touraine, la provincia de la que vengo, muchos de mis amigos en la escuela tenían padres campesinos. Ahora todos trabajan para Monsanto, la empresa agroquímica de transgénicos. Pero el problema no son tanto los pesticidas como la pérdida de un vínculo social. Antes había una pequeña granja cada tres o cuatro kilómetros, lo que creaba un tejido social. Ahora eso ya no existe. Veo un desarraigo derivado de un borrado de la cultura y la historia campesina en nombre de la modernidad. No hay fábricas, médicos, escuelas ni iglesias; todo lo que garantizaba el vínculo social ha desaparecido.
P. ¿Apoyó usted a los chalecos amarillos?
R. No, aunque hubo alguno en mi familia, como mi cuñado. Pese a todo lo que digo, tengo una relación complicada con el mundo rural. Allí he escuchado demasiados comentarios racistas y homófobos. El campo también tenía defectos terribles. Había incesto, violaciones y una gran violencia patriarcal; era realmente horrible ser mujer o niño en esos lugares. Por suerte, eso ha cambiado un poco. Ya no es el mismo paisaje social. De vez en cuando te encuentras con una pareja negra u homosexual, y te cuentan que se sienten aceptados. Hace solo 20 años, eso no existía.
“Puedo ganar todos los premios, pero hay algo en mí que nunca se arreglará. Cuando has vivido una humillación familiar o íntima, hay cosas que son irreparables”
P. En el libro, su mirada sobre esa realidad es ambigua, entre la ternura y la crítica.
R. Siempre he sentido esa ambivalencia. Cuando estoy allí, me cuesta soportarlo. ¡Por algo me marché! Y, a la vez, cuando me encuentro en círculos más acomodados, no aguanto que alguien hable mal de este entorno. No puedo aceptarlo. A pesar de todo, amo profundamente a esas personas, incluso si hay cosas que no me gustan de ellos. En mi familia hay una persona muy amable, la más caritativa y empática con los demás. Estoy plenamente convencido de que esa mujer vota a la extrema derecha.
P. Contra las representaciones habituales de la clase obrera, en su libro todos los personajes no son iguales, ni tampoco son todos buenos.
R. Quise desafiar esos clichés sobre la “gente sencilla”, sobre lo que denominamos “la población real”. Me opongo a la imagen idealizada que la literatura ha proyectado de la clase obrera y campesina. Se trataba de devolverles su humanidad, incluso en sus aspectos menos nobles. Si vuelvo una y otra vez al lugar donde nací, aunque en mis libros lo llame con un nombre ficticio, es porque ese sitio no se puede disociar de mi literatura. Mis novelas empezaron a tener cierta respuesta cuando escogí ese decorado. Me hablan siempre de Faulkner, que también buscaba un cimiento literario en Yoknapatawpha, lugar imaginario que se inspiraba en el condado de Misisipí donde vivió, pero podría añadir el nombre de Antonio Muñoz Molina, al que admiro mucho.
P. Sus personajes experimentan un sentimiento de humillación muy poderoso. ¿De dónde procede? ¿Cómo los han humillado?
R. Se inspira en lo que he visto, en lo que experimenté durante mi infancia. Recuerdo a mis padres yendo al médico y no entendiendo nada de lo que les decía, porque menospreciaba con su lenguaje elevado a sus pacientes casi analfabetos. Siempre he creído que hay una relación muy clara entre el lenguaje y la humillación, porque el lenguaje siempre es un instrumento de poder. Mis padres me educaron con una obsesión: que me fuera bien en la escuela para no terminar como ellos. De esa actitud deriva una especie de humillación intrínseca: si me quieres, y si quieres que te vaya bien en la vida, me vas a tener que traicionar.
P. ¿El reconocimiento literario le ha aliviado un poco?
R. Tuve una conversación intensa hace unos días con un amigo que me decía: “Eres conocido, tienes buenas críticas, las cosas te van bien, déjate de todas estas historias”. Decir eso es no entender nada: puedo ganar todos los premios del mundo, pero hay algo en mí que nunca se arreglará. Cuando has vivido una humillación familiar, personal o íntima, hay cosas que son irreparables. No está de moda decir cosas así, porque esta es la época de la “resiliencia”, de encontrar el camino de la paz dentro de uno mismo, pero no puedo negar que no es mi caso. Podemos preguntarnos: ¿para qué escribir, si no se resuelve nada? En realidad, no se trata de curarse, sino de transformar esa materia irreparable en algo que uno pueda compartir.
“Escribo tanto porque, al venir de una familia de clase obrera, me da apuro trabajar menos de ocho horas al día. Me da vergüenza”
P. Es decir, en escribir algo en lo que los demás puedan reconocerse.
R. Eso es. Yo creo que existe una comunidad de humillados. Cuando me cruzo con uno, lo reconozco de inmediato. Hemos vivido cosas parecidas, compartimos la misma herida. Por ejemplo, mi padre vio cómo rapaban la cabeza de mi abuela, como se hacía tras la II Guerra Mundial con los que habían colaborado [con los nazis]. Mi bisabuelo, su padre, había sido un héroe de la batalla de Verdún. ¿Cómo pudo mi familia pasar de un extremo al otro en una sola generación? La solución está en los pequeños detalles. Estoy escribiendo sobre ese episodio.
P. ¿Por qué se convirtió en escritor habiendo crecido en un hogar donde no había libros? ¿Para escapar?
R. Empecé a escribir de pequeño, a los ocho años, durante una estancia en el hospital. Y la verdad es que nunca dejé de hacerlo. La escritura es donde me sentía en casa. Escribir me salvó la vida.
P. ¿En qué sentido?
R. Mi familia tenía otros planes para mí. Mi madre soñaba con que hiciera la FP y luego fuera cajero en el Crédito Agrícola, la caja rural, y me quedara a vivir allí. Cuando mi padre murió, yo estaba a punto de ir al instituto. Se suponía que yo era el buen alumno, el intelectual de la familia, pero mis padres empezaron a tener serios problemas de pareja y me vine abajo por completo en la escuela. Todos mis amigos fueron al instituto, menos yo. Estudié un año para ser contable. No era para mí, así que me fui a Tours a estudiar Bellas Artes porque no era obligatorio tener el bachillerato.
P. Otra humillación más en un país como Francia, donde se estigmatiza a los que no lo tienen.
R. Sí, y es una humillación de la que uno no se recupera fácilmente. No pisé un instituto hasta que empecé a trabajar como bedel. Me quedé allí ocho años. Por eso escribo tanto, en realidad. Al proceder de una familia de clase obrera, me da mucho apuro trabajar menos de ocho horas al día. Me da vergüenza.
P. A través del personaje de Marion, el libro viene a decir que nunca nos deshacemos de nuestro pasado.
R. Sí, el pasado siempre nos alcanza, nunca termina. Es como un presente en diferido. Pero en el fondo está bien que sea así, porque eso nos obliga a ser fieles a nosotros mismos.
P. ¿Está preocupado por lo que pasará este fin de semana en las urnas?
R. Pase lo que pase, ya hemos perdido. Cuando un futbolista como Kylian Mbappé pide el voto “contra los extremos y las ideas que dividen”, equiparando a la extrema derecha y la izquierda radical, es que la primera ya ha ganado, en cierta manera. Emmanuel Macron será responsable ante la historia de haber creado ese paralelismo, de habernos convencido de que los dos extremos son iguales. Cuando escucho a François Hollande o incluso a Dominique Strauss-Kahn decir que en la segunda vuelta votarán sin dudarlo por la Francia Insumisa y no por la ultraderecha, recordando que existen diferencias entre ambas, me digo que eso es lo que uno espera de un político. En realidad, esas dos ofertas políticas son incomparables. Existen barreras entre ellas; por ejemplo, la historia. La estrategia de Macron y los suyos nos condena a ver al RN en el poder.
P. ¿Cree que, este domingo, sus personajes votarían por la extrema derecha?
R. Nunca me lo he preguntado. Hace 25 años, seguro que no. Hoy ya no estoy muy seguro.
Historias de la noche
Traducción de Javier Albiñana
Anagrama, 2024. 464 páginas. 23,90 euros.
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