‘Un puñado de flechas’, de María Gainza: escribir para contar otra cosa
La autora argentina vuelve al género híbrido, a medio camino entre el ensayo y la narrativa, en el que, fogonazo tras fogonazo, transita los caminos fronterizos entre el arte y la vida


Ocurre en un bar cualquiera, bien entrada la madrugada. Verano porteño y hace, obviamente, calor. Ya es tarde, se dice ella, demasiado tarde. Y abunda la humedad, los mosquitos y, sobre todo, las ganas de irse. Sin embargo, ella, la escritora María Gainza —que entonces aún no es escritora— está ahí obligada a quedarse un ratito más porque ejerce de traductora improvisada entre su marido y el director de cine Francis Ford Coppola, que se encuentra en Buenos Aires para el rodaje de Tetro. Y es entonces, queriéndose ir, en esos minutos de la basura —que es cuando sucede lo importante—, cuando Coppola, ensimismado, de la nada, arranca: “Vos sabés, el artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. (...). Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto o incluso ya de viejo. También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno”.
Esta inspiradora anécdota da título a Un puñado de flechas, libro con el que María Gainza (Buenos Aires, 1975) vuelve a ese género híbrido, a medio camino entre el ensayo y narrativa, tan marca de la casa, en el que Gainza, fogonazo tras fogonazo, transita los caminos fronterizos entre el arte y la vida. En las 15 piezas que el libro comprende asoman temas que van desde el robo de un cézanne a un paseo por el Walden de Thoreau, de los recuerdos pintados del pueblo donde pasó su infancia Nicolás Rubió a la inasible personalidad de la escultora María Simón, o de un cuadro maldito de Tiziano a los delirios infinitos de un estrafalario coleccionista.

Pero no son las perlas sino el hilo, que decía Flaubert, y aquí —como ocurría en sus anteriores libros El nervio óptico, o La luz negra— el hilo no son los temas en sí. Lo milagroso es el ingenio, el socarrón descreimiento, la infinita curiosidad, ese inagotable asombro, siempre acompañado de humor o de esas contradicciones tan honestamente manifiestas. En ‘¿Qué hace esta pintura acá?’, el ensayo en el que Gainza rememora sus años como crítica de arte, trae a colación algo parecido a un mandamiento: “Hablarás sencillamente de las cosas que ves”. Y es esa una de sus mayores virtudes: revestir lo complejo de aparente simplicidad, abrir, ahí donde solo hay oscuridad, prodigiosas rendijas sin desvelar —eso nunca—, el misterio.
Uno siempre escribe para contar otra cosa, decía María Gainza en El nervio óptico, y desde entonces, la leo como si esas palabras fueran una marca de agua, un recordatorio de que lo importante anida en otro lugar. Por eso, al llegar al final de Un puñado de flechas, regresé de nuevo a la conversación con Coppola. Gainza cuenta que más allá de que el cineasta estuviera siendo autorreferencial, a su vez, ella sintió que le hacía un regalo por adelantado: le hablaba a la persona que ella aún no veía en sí misma y quizás con ella conversaba aquella sofocante noche de verano. Hay gente que tiene la capacidad de ver donde los demás no vemos y quizás Coppola pertenezca a ese selecto grupo —yo no estuve ahí de manera que no tengo forma de asegurarlo—, pero cuando leo a Gainza sé que sus textos apuntan a esos lugares tan aparentemente llenos de nada. Sé que es ahí donde ella es capaz de ver sombras, destellos, velados mensajes. Sé que es ahí donde ella es capaz de verlo todo.

Un puñado de flechas
Anagrama, 2024
248 páginas. 17,90 euros
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