La pedagogía de las piedras
Un ensayo de Daniel Rico argumenta que el objetivo de las políticas de la memoria no puede ser la ocultación y la venganza diferida, sino “hacer memoria sin borrar la historia”
A unos pocos kilómetros de Budapest se encuentra un museo del estalinismo absolutamente espectacular. Se puede visitar por dentro, con cartelería, gadgets y todo tipo de chatarra nostálgica, y se puede salir también a un gran patio para admirar fascinado el gigantismo de las esculturas preservadas, los enormes frisos escultóricos, incluidas dos descomunales botas de Lenin sin el resto del cuerpo. Es una maravilla de museo, con todo bastante bien explicado en sus placas, sus detalles, sus cronologías y su relato, por decirlo como hoy. Aquí no van todavía así las cosas, y no sé si estamos en condiciones legislativas para que lo hagan.
Por mucho que la buena voluntad y hasta el optimismo histórico congénito haya hecho pensar a muchos que las dos leyes de memoria histórica (la de Zapatero y la de Sánchez) han resuelto satisfactoriamente la gestión presente del pasado monumental franquista, Daniel Rico acaba de echar por tierra gran parte del espejismo con una contundencia argumental y estilística de estirpe nítidamente ferlosiana y, por eso mismo, condenadamente convincente. No sé si habría que volver a empezar de cero, seguro que no, pero desde luego el aparato argumental es implacable y, sobre todo, democráticamente irreprochable. De hecho, si alguna carencia expresa el actual articulado legislativo es justamente la insuficiencia democrática de unas leyes destinadas más a sepultar en el olvido y los desvanes los testimonios monumentales heredados del franquismo por la vía de demolerlos, guardarlos, ocultarlos y archivarlos.
El sesgo ideológico y rectificativo de la historia ha pesado de tal modo en esas leyes que llegan a incumplir el objetivo democrático y pedagógico que ellas mismas defienden sin demasiado éxito
El objetivo de una sociedad democrática no puede ser corregir la historia para fingirnos buenos y limpios y santos desde la cuna, sino explicar el proceso que ha conducido desde la atrocidad de julio de 1936 hasta la opulencia democrática. Entre sus virtudes no está la ocultación del pasado, la negación de su horror ni tampoco el triunfalismo vengativo o el antifranquismo en diferido, que es el antifranquismo más ridículo de la tierra, donde ya nadie se juega nada y donde el énfasis épico en su derrota sustituye a la racionalidad pedagógica que nos explique como sociedad heredera de un pasado sucio. El sesgo ideológico y rectificativo de la historia ha pesado de tal modo en esas leyes que llegan a incumplir el objetivo democrático y pedagógico que ellas mismas defienden sin demasiado éxito.
Estas son algunas de las graves aprensiones que ha puesto sobre la mesa un cuaderno de Daniel Rico justamente titulado con un chiste: ¿Quién teme a Francisco Franco?, por mucho que sus amigos lean sin querer Quién teme a Francisco… Rico, su padre, recientemente fallecido. La tentación de espigar aquí y allí la brillantez del texto es muy alta, pero quizá es preferible hacer lo contrario y concentrar todo el sentido de una excelente diatriba contra la intención y las maneras de las dos leyes de memoria histórica con una sola frase: el objetivo de las políticas públicas de memoria no puede ser la ocultación y la venganza diferida, sino “hacer memoria sin borrar la historia”. Desde la página 50 del librito, el encadenado de argumentos acaba haciéndose asfixiante, sobre todo para la izquierda, porque esa legislación tiende a contrariar precisamente las bases del pensamiento ilustrado y la función básica de las democracias solventes: pedagogía, explicación, razonamiento y contextualización. ¿Derribar todas estatuas ecuestres para que no sepamos nunca más que allí estuvieron durante más de medio siglo en loor de una victoria despótica y criminal sin tasa? ¿Demoler los testimonios del poder franquista en lugar de explicar qué hacían ahí, quién los puso, quién los edificó, qué celebraban? La debilidad que transmite esa conducta, la falta de confianza en la fortaleza de la democracia roza lo infantil, como señala Rico, y parece aceptar como vía de gestión del pasado su ocultación como variante de una suerte de limpieza étnica del pasado monumental franquista.
La única política sensata en términos monumentales con el pasado franquista solo puede ser “compensatoria o aditiva, no sustitutoria”
La memoria plural no existe porque es por definición individual y falible: la historia se encarga de explicarlas y de documentar su fiabilidad y la veracidad de sus recuerdos, casi siempre falsos. Lo que sí puede hacer, y defiende Rico en su cuaderno, es cuidar una “política plural de la memoria” sin igualarla a la vencedora y a la derrotada ni pretender equidistancia alguna porque volvería a ser una falsificación del pasado. La única política sensata en términos monumentales con el pasado franquista solo puede ser “compensatoria o aditiva, no sustitutoria”. El “sobrepeso ideológico” que identifica Rico en la ley del año 2022 corre el riesgo de incurrir en revanchismo póstumo y aspirar a la ilusa “cancelación de la memoria fenecida del enemigo”, como si de veras la historia fuese “reversible y sus desmanes pudiesen corregirse recurriendo al paisajismo” (el humor del libro es también de variante ferlosiana, por cierto). Sea cual sea la pervivencia de la nostalgia neofranquista que alienta en el marketing y los discursos de Vox, la exigencia democrática con respecto a ese pasado no discurre por la negación sino por su madura, matizada, contundente y hasta divertida explicación del horror, incluidos los monumentos al horror.
‘¿Quién teme a Francisco Franco?’. Daniel Rico. Anagrama, 2024. 160 páginas. 11,90 euros
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