‘Los Escorpiones’, de Sara Barquinero: chifladura genial sobre el desvalimiento
En la novela, la huida hunde a los personajes en infiernos narrados con una solvencia visual y plástica pasmosa y una libertad de estilo que elevan el libro a experimento genialoide de una escritora superdotada para la narración de las intimidades averiadas
Ignoro la fortuna comercial que este 23 de abril le esperan a las tropecientas páginas de Los Escorpiones, de Sara Barquinero, pero solo por el hecho de existir sería una buena noticia que anduviese en alguna lista. Su extravagancia no está en sus 800 páginas de extensión, sino en la complejidad de la narración, la sutileza y la trabazón interna de una multitud de historias que no se separan de la voluntad de explorar por tierra, mar y aire el desvalimiento de múltiples personajes en busca de ansiosa y falsa solución a sus desmoronamientos. Ni consiguen explicación ni consiguen rampa de salida, o quizá sí, porque el suicidio casi siempre está ahí revoloteando. La concepción unitaria de una historia que abarca desde las conspiraciones políticas de D’Annunzio y el fascio en 1922 hasta más allá del presente (el tiempo de la narración termina en 2025) no se resiente si el lector se deja mecer por la trama mullida y detecta y anuda las alusiones, los guiños, las pistas de historias entrelazadas que no quieren melodramatizar la angustia vital y el desnortamiento sino narrarlo desde la evidencia de una normalidad rutinaria, dolorosa y persistente.
Sara es como se llama la autora y la Sara protagonista comparte algunos datos externos con ella: junto a Thomas, lleva los mandos de un relato que tiene muchos portavoces porque así es la realidad material del desvalimiento individual y colectivo. No hay una condición previa ni material ni estructural ni moral ni biológica, no hay una clase tampoco escogida que predetermine una vida sumida en el sentimiento de la desgracia y la impotencia para estabilizar la cabeza, el deseo, las fantasías y la tristeza. Las adicciones son parte sustancial de la existencia de los personajes en forma de alcohol, hierba, cocaína, farmacopea, drogas sintéticas (o foros de internet y videojuegos) sin que nada llame la atención más allá de la autojustificación crónica de otro autopermiso, una raya más, otra pasti, o no, ahora no, pero va a ser que sí, mientras la huida hunde un poco más a los personajes, o a algunos de los personajes, en infiernos a menudo narrados con una solvencia visual y plástica pasmosa y una libertad de estilo, recursos y métodos que elevan el libro a experimento genialoide de una escritora superdotada para la narración de las intimidades averiadas sin grasa sobrante, tensa y precisa, sin digresiones predicativas, sin sermonear casi en ningún momento (quizá alguna vez hacia el final), sintiéndose dueña y señora de un cosmos de historias sin limitación geográfica ni temporal.
Pero quizá el don más alto de este experimento está en urdir un equilibrio caprichoso y paradójicamente vitalista entre la autonomía de las múltiples historias del libro y la única historia que cuenta, un poco al modo de la historia de historias que es el Quijote: la tentación de atribuir a teorías conspirativas y marcianas los daños íntimos que padece cada cual según sus aficiones y sus delirios, sus fantasías y sus ansiedades, en particular cuando una determinada gama de videojuegos parece estar en el centro de todos los males sin que llegue a saberse si sí o si no (aunque todos sepamos que la cuenta de resultados es la causa que justifica la existencia de cualquier empresa). El músico que no ha vuelto a encontrar la ruta a la creación o la perpetuación de una metáfora musical —la turbación irrevocable que causa la exposición a un determinado sonido, incluidas las camareras— a lo largo de todo el libro contienen dosis poderosas de verdad moral para iluminar existencias perdidas o arruinadas, y sin que asome ni la autocompasión ni el arrepentimiento, sino solo la voluntad de explorar vidas fronterizas pero también sus recursos de supervivencia. La disrupción de introducir un episodio con hechos históricos relacionados con el fascismo (como narcótico tan poderoso como la más poderosa de las drogas o el más destructivo de los videojuegos) tampoco tiene nada de caprichoso y hace sentido en la exploración de Sara Barquinero en torno a la autodestrucción y el poder: tanto la deriva infernal y propiamente dantesca de algunos de esos episodios como el diario narrativo que cuenta otra vida malograda encajan en la historia de forma fluida.
Como cualquier experimento original y único, también esta novela impone sus propias condiciones de lectura, pero seguramente la primera de ellas consiste en aceptar embarcarse en una ruta plagada de vueltas y revueltas, con mucho tiempo por delante y la gratificación cierta de una prosa segura de sí misma, sin cabriolas pero con momentos de gran brillantez, con atrevimientos libérrimos y una naturalidad de voz desprejuiciada y consistente para las drogas, el sexo y el miedo a la vida, a la pura vida, que obligan a sacarse el sombrero o el cráneo ante el talento y el poder narrativo de Barquinero. El gigantismo del libro es lo de menos, evidentemente, sea la que sea la pereza de los críticos con prisa y “mala fama”, como titula su propia columna Alberto Olmos, experto perdonavidas incluso ante escritores de 30 años con el talento de esta mujer. Los Escorpiones pide la libertad de tiempo de lectura que Sara Barquinero se ha dado a sí misma para escribirlo, aunque no todo el mundo la tenga: una chifladura genial, intrigante y convincente, sea o no sea hoy el día del libro.
‘Los Escorpiones’. Sara Barquinero. Lumen, 2024. 816 páginas. 22,71 euros.
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