Vania, héroe ridículo
Antón Chéjov construye un cuarto acto donde el protagonista amenaza con matarse, pero nadie se lo toma ya muy en serio, ni siquiera nosotros. Por mucho que se empeñe, no es un personaje trágico
He pasado los últimos meses de mi vida conviviendo con un campesino ruso de finales del siglo XIX, de nombre Iván Petróvich, al que todos llaman Vania. Desde que decidí escribir y dirigir dos versiones diferentes del clásico de Chéjov, Tío Vania, este hombre melancólico, medio alcoholizado, profundamente infeliz y al mismo tiempo enamorado como solo un hombre desesperado puede estarlo, me ha tenido en vilo, tratando de descifrar su misterio. A mí y a Javier Cámara, que se atrevió a interpretarlo, regalándome no un Vania, sino dos. No hemos sido los primeros, ni seremos los últimos. El fantasma de todos los actores que han interpretado a Vania está en el Vania particular que hace, hoy, un actor concreto. Cuando Wallace Shawn apareció en la maravillosa película de Louis Malle Vania en la calle 42, era un payaso triste, enfebrecido. Hablaba a cámara en voz baja, con la intimidad de una confesión. Paul Rhys lo abordó en 2016 en Londres, en la versión de Robert Icke, dándole un aire más cruel y agresivo, cerca de la paranoia. En España, Ginés García Millán compuso el suyo dirigido por Veronese: un Vania íntimo y romántico, que cuando se emborrachaba citaba Las criadas, de Genet. Carles Alfaro se lo llevó, interpretado por Enric Benavent, a una plantación tropical, todo sudor y ahogo acumulados. El pasado otoño, también en Londres, Andrew Scott protagonizaba una versión donde solo estaba él en escena, haciendo todos los papeles. Y en estos días, el cómico Steve Carell debutará en Broadway proponiendo el suyo. ¿Qué tiene Vania para que aún hoy, más de 100 años después de su creación, nos siga hechizando?
Peter Brook, el director de escena, dijo una vez: “Lo que intento hacer con mi trabajo es aunar la cercanía de lo cotidiano con la distancia del mito. Porque, sin la proximidad, uno es incapaz de conmoverse, y sin la distancia es imposible maravillarse”. Me parece una manera muy bella de expresar lo que Chéjov consiguió con su personaje. Desde su primera representación, en el Teatro de Arte de Moscú en 1900, dirigida por Stanislavski, el público reconoció a Iván Petróvich: era el hacendado de provincias con ínfulas de grandeza, que veía con recelo (y al mismo tiempo con envidia) todo aquello que llega de la ciudad. ¿Quién no tenía un pariente o un conocido así? El Vania de Chéjov tenía algo costumbrista, reconocible por todos. Pero esto era solo la superficie: su fracaso, su dolor, su crisis existencial (o su crisis de mediana edad, podríamos decir) son reales. Vania ha pasado su vida trabajando para otros, cuidando de la finca que heredó de su padre, interpretando el papel que los demás han decidido para él. Un día, explota: deja de trabajar, pasa los días comiendo y bebiendo, se enamora de quien no debe.
Vania se convierte en el bufón. Sus armas son la ironía y el humor. Puede atacarlo todo, porque la primera víctima de sus ataques es él mismo
Cuando su enamorada, Elena, la mujer del profesor, aparece en escena, dice: “Qué buen día se ha quedado”. Lo que busca Elena no es otra cosa que encajar. Lo que verdaderamente está diciendo es: “Yo aquí estoy dispuesta a que todo vaya lo mejor posible”. La respuesta de Vania: “Sí, un día perfecto… para cortarse las venas”. De un plumazo, en una sola réplica, Vania le prende fuego a todo. Ya no le interesan la educación, la urbanidad, el buen gusto. Se convierte en el bufón que dice las verdades al rey. Sus armas son la ironía y el humor ácido. Puede atacarlo todo, porque la primera víctima de sus ataques es él mismo. Desprecia la supuesta intelectualidad del profesor que viene de la ciudad, sus ínfulas de intelectual, pero también el idealismo del médico: su amor por la naturaleza, su fe en conservar los bosques. No ve en ellos más que vanidad. Es injusto en sus ataques, pero tienen un fondo de verdad, y es en ese impulso destructor donde Vania se convierte en mito.
Hoy, Vania podría ser un agricultor español cortando la carretera, un chaleco amarillo francés prendiéndole fuego a un contenedor. Es alguien que tiene la sensación de haber sido estafado. ¿Por quién? Por su cuñado, el profesor, pero también por la sociedad en general, por la vida. Esa estafa es en última estancia la estafa del tiempo. A Vania se le escapa el tiempo. “Si yo pudiera empezar otra vez”, dice repetidamente. Empieza a entender las reglas ahora que no le queda tiempo para jugar. Si pudiera volver a empezar, ¿qué haría? En sus sueños, piensa que se casaría con Elena (“tendría que habérselo pedido hace 10 años”), no trabajaría para el profesor, podría haber estudiado. De ahí su grito final, furibundo y ridículo: “Yo podría haber sido un Dostoievski”. Pero Vania no es ningún Dostoievski, y lo sabe. Cuando, al final del tercer acto, decide vengarse y disparar al profesor, no solo no es capaz, sino que acaba pidiéndole perdón. Ahí reside la modernidad de la obra. Chéjov construye un cuarto acto donde Vania le roba un bote de morfina al médico y amenaza con matarse, pero nadie se lo toma ya muy en serio, ni siquiera nosotros. Por mucho que se empeñe, no es un héroe trágico, es un héroe ridículo.
Chéjov deja a Vania igual que antes de comenzar la obra. Sabe que su vida no va a cambiar, pero no le queda más remedio que ir tirando, como todos. Será su sobrina Sonia, la que ha trabajado toda la vida junto a él, la única que le comprenda. Es en ese momento de aceptación donde Vania alcanza su grandeza. No ha tenido una vida feliz, pero al menos alguien es testigo de su pequeño y mísero drama: su sobrina Sonia, pero también nosotros, los espectadores.
Pablo Remón, autor y director teatral, estrenó el 29 de febrero ‘Vania x Vania’, una versión doble del clásico de Antón Chéjov.
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