‘Saltburn’: cuando la clase media es el enemigo
El filme de Emerald Fennell asume su carácter de obra comercial, de producto de plataforma, de película navideña y Frankenstein marketiniano para interrogar las bases del deseo burgués
Dentro de unos años será cuando menos curioso tratar de explicar el sentido y la relevancia cultural de Saltburn, la nueva película de Emerald Fennell. En vez de la trama o las menciones a Patricia Highsmith, supongo que resultará más fácil decir cosas como: internet estaba obsesionado con Jacob Elordi. O bien: ¿te acuerdas de las fancams de TikTok? O bien: “No, mira, es que no son realmente diálogos, son solo citas aptas para pantallazos virales”. Podríamos continuar así con casi cada detalle que aparece en la película, desde los libros de Harry Potter —¿quizá el único motivo para ambientarla en 2006?— hasta las continuas transgresiones sexuales que, más que una referencia u homenaje a Pasolini, parecen una parodia.
Todos estos elementos podrían hacer de Saltburn una película posmoderna en el peor sentido de la palabra. Es decir, en el sentido que utilizan la palabra “posmoderno” las personas que piensan que Judith Butler visitará la escuela de sus hijos para convencerles de que no existen hombres ni mujeres. Sin embargo, hay algo muy interesante en el filme, y posmoderno en un sentido distinto y mucho más rico, que es la falta de complejo con la que asume su carácter de obra abierta.
Saltburn no se acompleja frente a las lógicas hiperconsumistas del capitalismo de plataformas. Al contrario, se adjudica como un triunfo estético que se estén comercializando velas con aroma de agua de baño y semen del personaje que encarna Jacob Elordi. Así, lanzada directamente en Amazon Prime, la película de Fennell no pretende seducir a los críticos de Cahiers du Cinéma. Ni tan solo tontea con la falsa profundidad filosófica y emocional de las producciones de A24. Saltburn, en el mejor de los casos, se contenta con hacer estallar las cajas de comentarios de Letterboxd, alimentar de frames icónicos las cuentas de memes o enfrentar las huestes cinéfilas de Twitter. La vocación explícitamente conversacional de la película nos abre, sin embargo, una interpretación atractiva de su ambiguo mensaje político.
Fennell ha dicho que la película trata sobre “lamer a los ricos, chupar a los ricos, y luego morder a los ricos y tragárselos”. Pero Saltburn está muy lejos de las últimas producciones audiovisuales que hacen bandera de la lucha de clases como motor narrativo. No encontramos el resentimiento sobreactuado de Parásitos, ni la sátira ligera de El triángulo de la tristeza o la serie White Lotus, ni tampoco la fascinación anfetamínica de Succession e Industry. Si en los últimos años el realismo capitalista se había convertido en el nuevo filón del entretenimiento audiovisual, un tono sombrío e irónico que nos permitía regocijarnos en la desesperación lúcida de los perdedores de la historia, Fennell voltea la pirámide de privilegios para presentar a una decadente clase aristocrática como la verdadera víctima del neoliberalismo.
Los parásitos de ‘Saltburn’ son los arribistas, oficinistas que defienden a sus jefes en internet, cargos intermedios, emprendedores, abogados que beben gintonic en copa balón
A lo largo del metraje, los espectadores nos convencemos de que Oliver Quick, interpretado por Barry Keoghan, es un joven de clase obrera, que procede de una familia desestructurada y con una madre alcohólica; un joven estudioso, introvertido y abnegado, que solo gracias a una beca ha logrado acceder la élite universitaria de Oxford. En la segunda parte del metraje descubrimos que, en realidad, se trata de un privilegiado de clase media-alta criado en una familia unida y aparentemente feliz. Quick ha performado sus orígenes humildes, tirando de tópicos obreristas, para seducir a Felix y su familia, asesinarlos y heredar el palacio de Saltburn. Lejos del resentimiento de clase, de la sed de justicia y reparación de los desposeídos, Quick se mueve por una voracidad patológica de consumo, sublimando en una pulsión tanática y criminal las aspiraciones de la burguesía suburbana de adosado, piscina y centro comercial.
Los parásitos de Saltburn, entonces, son los arribistas, oficinistas que defienden a sus jefes en internet, cargos intermedios, emprendedores, abogados que beben gintonic en copa balón, pequeños grandes propietarios y, en general, cualquier jefecillo que se quiera erigir como garante moral de la cultura del esfuerzo. Hasta cierto punto, el palacio de Saltburn encarna una fantasía poscapitalista y postrabajo, la de los rentistas excéntricos que escapan a las lógicas meritocráticas del neoliberalismo. El erotismo perverso de la película de Fennell debe buscarse menos en las secreciones corporales y los encuentros sexuales que en el dispendio improductivo de las vidas (y muertes) de sus protagonistas. En Saltburn, el derroche se opone al principio de utilidad, el gasto al ahorro, la inutilidad a la productividad.
Incluso a nivel estético, la película encarna ese derroche: demasiados cigarrillos fumados por Alison Oliver, demasiadas habitaciones, demasiados planos de Jacob Elordi sin camiseta, demasiados sirvientes, demasiadas transgresiones vacías, demasiados aforismos sin contexto. Nada es eficiente, ni en la villa de Saltburn ni en la película. De ahí que el carácter abierto de la obra no sea coyuntural: necesita estimular las expectativas de los espectadores, jugar con los tópicos, prejuicios y narrativas sociales que le sirven de contexto de recepción. Fennell nos promete falsamente una película de venganza a los muy ricos, igual que Oliver Quick ofrece a los habitantes de Saltburn una fantasía de working class savior. Y es precisamente sobre la base de este realismo capitalista compartido, de nuestra falta de imaginación política, que Saltburn cortocircuita las lógicas cinematográficas de clase media aspiracional: lejos de los lobos de Wall Street, el enemigo son ahora las barritas aromáticas de Rituals, las fotos de comida sofisticada en Instagram y unas vacaciones con furgoneta camperizada en Islandia.
¿Esto la convierte en una buena película? No. ¿En una película radical? Tampoco lo creo. Pero en la medida en que deja atrás aquello que Mark Fisher llamó “anticapitalismo gestual”, Saltburn asume su carácter de obra comercial, de producto de plataforma, de película navideña y Frankenstein marketiniano para interrogar las bases del deseo burgués —en España el 66% de la población cree ser de clase media—, asaltando incluso nuestro buen gusto cinéfilo: es extravagantemente obvia y obviamente internetera como para que pueda resultarnos interesante.
Así, aunque la película está muy lejos de estimular cualquier lógica poscapitalista que escape de la nostalgia aristocrática, nos invita a cuestionarnos las fantasías afectivas de vida burguesa sin ofrecernos una sublimación simbólica de la lucha de clases. De hecho, nada explica mejor los límites políticos de Saltburn como el hecho de que incluso las velas de agua de baño y semen de Jacob Elordi solo se encuentran disponibles en tres composiciones distintas: vainilla, especiado suave y brisa marina. Aroma a clase media aspiracional.
Eudald Espluga es ensayista. Sus últimos libros publicados son ‘Rebeldes’ (Lumen) y ‘No seas tú mismo’ (Paidós).
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